Mirarse en el espejo*. Iván Ruiz (Barcelona)
¿Qué vemos cuando nos miramos en el espejo? ¿Quién podría certificar con seguridad que la imagen que allí encontramos es lo mismo que lo que creemos ser? Entre lo que vemos y lo que somos hay un abismo que el espejo evidencia. Es este abismo lo que hace imposible mirarse mirar, por ejemplo, y es justamente por eso que la relación de cada uno de nosotros con el espejo nunca ha sido fácil.
La literatura y el cine están plagados de ejemplos: la bruja de Blancanieves se desmonta cuando en el espejo aparece la belleza de la princesa, que desmiente la suya, su belleza, y le confronta con lo que siente sobre ella misma que no está en el mismo nivel que la imagen que se le presenta; o el protagonista de 8 Millas, el cantante de rap conocido como Eminem, que se mira en el espejo para asegurarse una vez más su identidad a partir de la imagen allí reflejada y en una tensión agresiva que le impulsará a salir a escena para la competición de raperos, todos ellos, por cierto, negros, con quien le resulta difícil identificarse; o en el Drácula, de Bram Stocker, donde el personaje de Keanu Reeves ve detrás suyo al vampiro, que no se refleja sin embargo en el espejo que tiene delante.
El espejo inaugura la identidad del ser humano desde muy pronto. La identidad de un individuo no es más que la certeza de que hay una fuerte correspondencia, de que coincide de alguna manera lo que uno es con lo que cree ser. Se produce, lo sabemos, en los primeros meses de vida, cuando el niño atraviesa la experiencia de mirarse al espejo y de ser reconocido por un otro, el adulto, que identifica que lo que él ve es lo que dicen de él ser, es decir él mismo. Decimos mirar, pero ¡esto es ya mucho decir! Para mirar se requiere un esfuerzo que se impulsa siempre en una intención, la de ir más allá del ver.
Para mirar hace falta un ver ciertamente más activo. Cuando el niño se encuentra ante el espejo y puede pararse para ver lo que allí se refleja, entendemos que lo que está sucediendo es que su desarrollo ha llegado a la madurez suficiente como para ordenar su entorno a partir de un orden que le permitirá moverse y dominarlo autónomamente.
La operación que se producirá entre el ver y el mirar comportará que todas aquellas percepciones de su cuerpo, difícilmente comprensible si no se tiene la idea de un cuerpo unificado, quedarán centradas e identificadas en una imagen que, por una parte, es la suya -porque hay un otro que la reconoce como tal -, pero que, por la otra, no le pertenece del todo, pues esa imagen no la puede recibir si no es desde el exterior. Lo que gana, entonces, por un lado, lo pierde por el otro, obteniendo como resultado la constitución de su subjetividad, digamos de su identidad, dividida entre lo que es y lo que la imagen le retorna. En efecto, un periodo crucial y, por tanto, complejo de la subjetividad humana. ¡No es porque sí que no encontremos recuerdos en nuestra memoria de ese momento inaugural!
El espejo ocupa también el protagonismo en la escena de El imaginario del Doctor Parnassus, la última película de Terry Gilliam, que todavía puede verse en las salas de cine de nuestro país. Parnassus, el mago ambulante que recorre con su show itinerante la oscuras calles de una gran ciudad, ofrece, por un módico precio, entrar en el interior del espejo que transporta y en el que se encuentra todo su imaginario. Mujeres ricas, niños desorientados, mafiosos vengativos y todo aquel que lo quiera, tienen la posibilidad de entrar en el mundo de fantasía de Parnassus, que está detrás del espejo y donde viven desde sus deseos hasta los fantasmas de una vida ya pasada pero que insisten en sus sueños y en sus preocupaciones.
El imaginario de Parnassus podría se una versión cinematográfica del inconsciente descubierto por Sigmund Freud. De hecho, fue él, el primer psicoanalista de la historia, quien consideró vital la capacidad humana de imaginar -no sólo la del poeta sino también la de cualquier niño, desde el momento en que empieza a hablar. Imaginar implica encontrar las imágenes que cargan las palabras y situarlas en un espacio que no es el de la realidad. A la vez que el imaginario dibuja una frontera con lo que es real -la imaginación sirve desde niños para evadirse del peso de la realidad, se pretende, de entrada, como un espacio de satisfacción y protección-, el mundo imaginario de cada uno se configura, también, como una reserva de su particularidad, en ningún caso idéntica a otra.
El espejo es el primer marco de una realidad que se convierte de golpe en virtual y que contiene la primera mirada sobre uno mismo, la primera imagen en que alguien imagina y desea ser. Detrás vendrán otras imágenes, objetos, otros deseos, fantasmas...
* Artículo publicado en el diario L’Enllaç dels Anoiencs, el jueves 11 de febrero de 2010.
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