Ninguna posición reaccionaria contra la ciencia tiene justificación. Todo el mundo está de acuerdo en decir que el discurso de la ciencia es sinónimo de progreso y de evolución humana. Y sin embargo es cada vez más insistente la cuestión de los límites éticos que imponer, o no, a la ciencia, y de sus efectos eventuales sobre esa evolución. Se forman y se disuelven numerosos comités de ética para intentar frenar los efectos imprevisibles, e incluso destructores, del discurso de la ciencia. Si el psicoanálisis esta llamado a intervenir en este debate no es en nombre de ninguna legitimidad en materia de moral, sino en nombre de un saber, adquirido por su práctica, sobre la lógica de los hombres respecto a su deseo. Lo que está en juego para estos seres tomados en un discurso tan absorbente como el de la ciencia es precisamente su deseo.
Partamos de la idea esencial del psicoanálisis que es la dependencia del hombre del lenguaje y de los efectos discordantes de esta dependencia. Los hombres tienen que pasar por este medio para satisfacer sus apetitos, poner en pie sus proyectos, producir sus recursos, formular sus deseos. Esta dependencia del lenguaje ha dado nacimiento a todo tipo de campos del saber. Entre ellos, el más reciente, el más activo, el más variado, el más asombroso, el más fecundo y el más creativo, nuestro discurso de la ciencia. Y diría que, en el conjunto de los discursos, pasa por ser una excepción fenomenal, un monstruo. Un monstruo, porque es el más abstracto de todos los discursos y sin embargo se impone progresivamente para actuar sobre todos los dominios engendrados por el hombre y la naturaleza. Es el único para el que cada significante no está asociado a ningún significado. Y son las ciencias físicas y las aplicaciones tecnológicas que genera las que dan su sentido a las pequeñas letras matemáticas. Su alcance es inigualable, hasta el punto de revolucionar el desarrollo humano de un modo radical y definitivo. Le debemos la Revolución industrial y la Revolución de la informática que han cambiado las relaciones de los seres con mundo y de los seres entre ellos.
Con la paradoja de reforzar la dependencia del hombre respecto a este discurso. Mientras que la ciencia ha permitido a la humanidad liberarse como nunca de los imperativos de su medio ambiente, de su cuerpo y de los obscurantismos religiosos e ideológicos, el hombre moderno se somete cada vez más a la ciencia. No hay más que constatar la implicación cada vez mayor y cada vez más imprescindible de los discursos científicos en todos los campos, militar, medicina, medio ambiente, agricultura, aeronáutica, comunicación, transportes, así como económico, político, judicial, policial, psicológico, etc., y olvido algunos.
En esta dependencia del discurso científico reside una forma de engranaje en el que la evolución llama en su ayuda a la ciencia, y donde esta ayuda tiene el riesgo de convertirse en una amenaza. Nos las tenemos que ver con una manía incoercible. ¿A qué se debe esta dependencia? Por un lado, este discurso y sus científicos están sujetos a una forma de prescripción: tienen que descubrir. El hombre ha encontrado en la ciencia un nuevo amo porque tiene este poder de liberarlo de su Real. El discurso de la ciencia ha mostrado que lo simbólico no era más que semblante. Los demás campos del saber como, por ejemplo, la historia, la religión, el discurso político, la filosofía o la literatura aparecen como ficciones al lado del carácter real que reviste a los descubrimientos científicos. Mientras que lo Real es por definición lo que se no conoce, lo no sabido, la ciencia hace valer que hay un saber en lo real. Sobre la inmensidad planetaria o lo ínfimo del átomo, los matemas tienen algo que decir. O más bien que escribir. Desde entonces, no se cesa de ganar terreno sobre este Real para llegar al final, es lo que se piensa, de nuestra ignorancia. Hace falta eliminar lo real, lo insabido.
Por otra parte, tienen que inventar. Hacer siempre algo nuevo. El hallazgo vale siempre más que el reencuentro. El desarrollo del discurso de la ciencia somete al hombre al imperativo del más, de lo mejor, incluso de lo absoluto. Así es como, progresivamente, ya no está sólo al servicio del desarrollo sino de la felicidad: salvar el medio ambiente, suprimir la esterilidad, extraer una aritmética para aumentar los beneficios financieros, impedir la anomalía genética, etc. La ciencia tiene que borrar toda falla de la naturaleza y del medio ambiente, y aumentar el potencial de las satisfacciones humanas. Se produce aquí la coincidencia entre modernidad y ciencia. Ésta ha engendrado la modernidad que recomienda como solución de vida la exigencia de satisfacción, con lo que esta exigencia supone: inmediatez, eficacia, vigor, dominio, diversidad, originalidad, perennidad. Lo contemporáneo ha adoptado el principio de lo extremo en el placer, de la búsqueda de la sensación suprema, de la promoción del exceso, hasta el punto de hacer nacer modalidades de vida imposibles sin un discurso apropiado para satisfacerlas. La esencia misma del discurso de la ciencia es apropiada para satisfacer esta espiral moderna. Hasta tal punto que la cuestión que planteamos es la de saber sí es la ciencia la que está al servicio de la modernidad, o la modernidad la que se pone al servicio de la ciencia.
Así, ¿cuál es la propiedad de este discurso que le da este alcance creador e incalculable? Es que este discurso se autogenera. Este discurso se alimenta de sí mismo permanentemente, se reproduce para producir siempre más avances. El ejemplo más radical es por supuesto el de las matemáticas puras que son la base de todas las ciencias. Esta lengua goza totalmente sola de sus pequeñas letras que funcionan según el principio de la lingüística, metonímico y metafórico. Metonímico primeramente: una cifra, una ecuación, una solución, llaman siempre a otra cifra, otra ecuación, una nueva solución; y esto al infinito. Metafórico luego: hace falta producir sentido, una respuesta matemática, que tendrá que desembocar en una invención científica y finalmente dar nacimiento a una aplicación técnica. Este discurso comporta en sí mismo un imperativo tal que los matemáticos han llegado a establecer repertorios y clasificaciones de las cuestiones sin respuesta, y también a organizar una clasificación de las excepciones. Así, los científicos están sólo obligados por el formalismo matemático, sino que se encuentran atrapados en un yugo que obliga a hacer un contenido científico del callejón sin salida mismo. De tal modo que hay ramas matemáticas durmientes, que se ha dejado de lado, sin abandonarlas ni considerarlas como muertas. Podrían servir un día y sustentar una nueva rama todavía no conectada, todavía no nacida. Se sabe también hasta qué punto las investigaciones científicas y sus publicaciones están sometidas a lo que un amigo llama “la mecánica infernal de la bibliometría”. El valor del científico se mide por el número de sus publicaciones y de las referencias que ocasionan en el mundo científico internacional.
Así, diría, como psicoanalista, que la estructura del discurso científico comporta una forma de auto-reproducción que lo hace un discurso que goza de sí mismo y mantiene un principio de empuje al goce para sí mismo. El discurso científico es un discurso pulsional. Hay en el discurso de la ciencia una fuerza libidinal que empuja a alimentarlo siempre más. Constituye la razón principal de la alienación del hombre moderno a este discurso.
Y, evidentemente, del científico en primer lugar. También se plantea la cuestión de la relación que mantiene el científico con este discurso en el que nada. Cuestión evidentemente subyacente a la planteada por la ética. ¿Qué es lo que él domina de la naturaleza adictiva de su lengua matemática, física, biológica, química, etc.? ¿El científico es solo el instrumento, el secretario, de este discurso? Sin embargo, es patente que cada científico tiene su estilo de escritura. Grafos, algoritmos, diagramas, figuras, a lápiz negro o en color, cada uno pone su singularidad, aunque obligado por el formalismo de este lenguaje. Parece que se ejerce para cada científico una tensión entre la fuerza libidinal de su lengua y su propia satisfacción al escribirla (más que al hablarla).
La fuerza libidinal del discurso de la ciencia puede hacer pensar que no hay allí, en acción, un asunto de deseo en el sentido del psicoanálisis. Se podría llegar hasta creer que un día los robots sustituirán a los científicos y harán solos los cálculos. Muchas ficciones futuristas han planteado la cuestión, tomando acta de este tipo de autonomía gozante del discurso de la ciencia. Estas cuestiones son consideradas a menudo inexistentes por los científicos mismos. Como si fuera un lujo que no pudieran permitirse. Porque, precisamente, el ejercicio de este discurso supone estar en este baño de lenguaje y encontrar la manera de no incluirse nunca como sujeto en la solución. No hay lugar para su deseo de sujeto con un inconsciente singular en la mecánica de este discurso. Muchos investigadores ignoran qué salidas encontrarán sus soluciones en el seno de su materia, ni qué aplicaciones tendrán. Más todavía, no tienen el deseo de saberlo. Tienen necesidad de esta “pasión de la ignorancia” sobre su propio deseo para ser científicos. ¿Es posible concebir un investigador que, mientras avanza en sus ecuaciones, se interrogaría sobre éstas, sobre su validez, sobre su uso? Una posición donde se incluiría como investigador excluyéndose, a la vez, como causa subjetiva de su investigación. Podemos imaginar la división en la que se encontraría y la inhibición que resultaría de ello. Eso calcula. Así es como Jacques Lacan ha podido decir que hay una “forclusión del sujeto” en el discurso de la ciencia. Es un discurso que no se subjetiva.
Entonces esta voluntad de potencia, nosotros decimos de goce, apunta hacia una perspectiva que plantea una condición inevitable: eliminar lo Real, suprimir toda falla, todo enigma. Esto es lo que se espera del progreso y del dominio de lo Real que éste exige.
El psicoanálisis puede atestiguar sobre la imposible eliminación de lo Real. La consecuencia de este imposible es precisamente el mecanismo de repetición al infinito del recurso a los matemas. Esto es productivo, pero comporta un riesgo en el que estamos hoy en día. En este goce del discurso se aloja una pulsión de muerte, cuando se trata de ignorar la imposibilidad estructural de llegar al final de lo Real. Se comentan cada vez más las consecuencias destructoras inherentes al desarrollo del discurso científico: además de la bomba H, los efectos sobre el medio ambiente, la subida del paro, la desregulación de las finanzas, el aislamiento de los seres y sus adiciones, el miedo a la clonación, etc.
Pero ¿es posible que la ciencia integre la idea misma de que su potencia sea también su límite, incluso su callejón sin salida? Esto no es sólo asunto de los científicos, es de los políticas y de los ciudadanos.
Nota:
1. Dominique Miller pronunció este discurso con ocasión del Coloquio Unesco, Humano y Post-Humano: ¿los límites éticos de la ciencia son obstáculos a la evolución? que tuvo lugar el 14 y 15 de noviembre pasado.
Fuente: Lacan Cotidiano 114
Traducción: Luis Alba Rodríguez