sexta-feira, 6 de janeiro de 2012

Lo indecible de la belleza

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Por Alejandra Nazarena Santoro 
En lo inaprehensible de los cuerpos habita lo bello.
La preocupación moderna por el cuerpo y su belleza es un inductor incansable de imaginarios y de prácticas que instalan una evidencia en la cual, en realidad, deberíamos ver una construcción.
En un grano de café o en la lagaña de su ojo izquierdo recién amanecido, pequeña como el grano, ahí, sin saberlo, se encontraba la belleza. En las arrugas fortuitas y en las sonrisas de bocas grandes, casi grotescas, descansaba lo inefable. Alguien sentado en una baldosa llora las noches de carnaval, los cuerpos risibles, sin demarcación respecto del mundo, cuerpos que no están encerrados, ni terminados, ni listos, sino que se exceden a sí mismos y atraviesan sus propios límites. Alguien llora las partes del cuerpo que se abren al mundo exterior; cuerpos-canales en contacto con el todo a través de los orificios, las protuberancias, ramificaciones y excrecencias que unen al cuerpo y al mundo a través de las bocas abiertas, de los órganos genitales, de los senos, los falos, los vientres y narices. El llanto habla de cuerpos que ya no son, porque ahora los cuerpos se poseen.

De pronto, la corporalidad se despega del mundo, del cosmos y de los otros; cae hacia la nada como la feta de un gran queso. Se vuelve factor de individualización. Descubrimos que tenemos un cuerpo, porque se acabó la mezcla del hermoso bochinche carnavalesco en el que la carne y la piel se tejían con la naturaleza: hoy queda el recinto objetivo de la soberanía del ego. Vivenciamos al cuerpo como algo que nos es extraño, como algo con lo que cargamos y hasta podemos controlar. Nos olvidamos de cómo zambullirnos en el mundo, de cómo ligarnos a él y sólo podemos reducir, continuamente, el mundo al cuerpo a través de lo simbólico que este encarna.

Son fuertes los ecos de hurras a los cuerpos funcionales, a los cuerpos útiles y bellos. Ahora somos todosindividuos e instalamos el banderín de la diferencia y la distinción, bien clavadito en nuestro cuerpo. Creemos en lo perfectible, en el gobierno de la vida a través del cuerpo, pensamos que podemos extraer de él sus partículas más mínimas, que podemos succionar información, saber. Sin embargo, nada es más misterioso para el hombre que el espesor de su propio cuerpo, porque en aquello que aparece como lo más evidente habita el vacío, habita todo un crisol de sentido forjado en el cuerpo que no podemos ver con nuestros ojos-lupa.

Tampoco pudimos sostener este nuevo imaginario que cayó con fuerza aplastándonos el cráneo; imaginario que viene a generar toda una serie de discursos y prácticas marcados con la impronta de los medios masivos de comunicación. No sería correcto decir que fue a partir de este que el cuerpo se volvió sombra del hombre, se separó bruscamente de él y se derritió como manteca sobre una plancha caliente, pero sí que este dualismo se volvió burdo y alcanzó su más alto límite, hasta hacer de nuestro cuerpo un doble, una especie de alter-ego. El cuerpo queda reducido al lugar del bienestar, del buen parecer, de la belleza; hacemos y deshacemos nuestro cuerpo, lo maquillamos, le suministramos productos dietéticos, lo recortamos, le agregamos, pretendemos superar sus límites, reconstruirlo, interferir en su proceso. Tenemos a los medios masivos impregnados en la piel que funciona como pantalla reproductora, el virus de la lógica actual se nos filtró por dentro, nos hace cosquillas  y hablamos muy bien, muy bonito, el lenguaje de la anatomofisiología. Mientras tanto, el cuerpo se nos vuelve plastilina y todavía no nos animamos a preguntarnos si esto sigue siendo «cuerpo» o si, en todo caso, no lo estaremos borrando.

En nuestra sociedad occidental, el cuerpo es el signo del individuo, pero el cuerpo es una construcción simbólica, no una realidad en sí mismo. De ahí, la miríada de representaciones que buscan darle un sentido y su carácter heteróclito, insólito y contradictorio de una sociedad a otra. Nos sorprendemos y hasta sentimos cierto rechazo cuando vemos a esas mujeres ugandesas que se colocan un plato en el labio inferior hasta deformarlo completamente, o a aquellas mujeres de la tribu Karen que se colocan collares en el cuello para resaltar la belleza, o a los integrantes de las tribus maoríes que se tatúan el rostro para impresionar y asustar a sus enemigos. Sin embargo, en estas sociedades prevalece una fuerte interrelación entre la naturaleza y la cultura, en la cual se amarran y penetran. En este caso, la persona no está limitada por los contornos del cuerpo, ni encerrada en sí misma. Su piel y el espesor de su carne no dibujan las fronteras de su individualidad; el hombre no es un individuo, sino un nudo de relaciones. Esta belleza nos provoca escozor y miedo, nos resulta tan ajena que entonces explicamos al cuerpo a partir de metáforas mecánicas, de las disciplinas y de las prótesis correctoras que se multiplican. Surgen por aquí y por allá voluntades por corregirlo, por modificarlo, por abolir el cuerpo, por borrarlo, pura y simplemente. Surgen incontables intentos por escapar de la precariedad del cuerpo y de sus límites, por hacer del cuerpo una mecánica. Todos estos indicios permiten adivinar la sospecha que pesa sobre el cuerpo: la absurda tarea de querer escapar a su plazo.

Nos extrañamos frente a aquello que desconocemos, frente a esas otras culturas que entienden que la belleza está ligada a procesos naturales. Nos asombramos y tememos, quizá, porque en algún lugar de nuestro cuerpo, reprimido por ahí, aún lata aquello que en algún momento nos mezclaba con el todo, cuando el cuerpo era cuerpo, era tierra y era agua, era pasto y era cielo.

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