La Psicosis no es locura
Una lectura posible de la Historia de la locura
A partir de un caso clinico
El loco recuerda a cada uno su verdad.
Michel Foucault
Introducción
Hablaré de las psicosis y de la locura a partir del texto Historia de la locura en la época clásicai. Asimismo quiero integrar un expediente clínico cuyos datos primordiales me llegaron hace diez años, siendo estudiante de psicología, lo que me permitió mis primeros acercamientos a la clínica de la psicosis y su proximidad con la locura. La relación que existe entre una y otra no es algo evidente por sí mismo. Por un lado, la palabra “locura” hay sido, al igual que otros conceptos como “insanidad mental”, “alienación”, etc., descartado de los manuales de psiquiatría. Sin embargo, si nos atenemos a los Escritos, podemos afirmar que Lacan elaboró sobre ella toda una doctrina. Es importante recalcarlo, debido a que comúnmente psicosis y locura se confunden, lo cual crea no sólo distorsiones en la cínica, psicoanalítica o no. También en las concepciones que se tiene acerca de los alcances y límites de la teoría del psicoanálisis. Sin embargo, podemos contemplar a la psicosis, en tanto que fenómeno clínico, como uno de los “rostros de la locura”, utilizando la expresión utilizada por Foucault.
No es nueva la idea de relacionar a Foucault con el psicoanálisis. A tal punto que Jean Allouch ha llegado a afirmar que “el psicoanálisis será foucaultiano o no será”.ii Afirmación quizá desproporcionada, pero que ilustra la importancia de una relación que no deja de soslayarse.
Para la ciencia médica y el psicoanálisis las psicosis son un enigma y un desafío. La primera se afana por encontrar la causa orgánica, el segundo se ha esforzado, desde Freud, por hallar una etiología que sea coherente con el descubrimiento de lo inconsciente. Para ambos resulta intrigante el origen de un padecimiento que resulta tanto más extraño por su espectacular fenomenología como por su inquietante verdad. Es cierto, como dice Foucault, que el loco recuerda a cada uno su verdad. Pero no la verdad “objetiva”. La locura muestra una verdad otra, aquélla que hizo decir a Antonin Artaud, después de que se enteró de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, así como de los horrores de los campos de exterminio y de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki: “¡Yo pensé que los locos estábamos adentro!” (Recordemos que Artaud pasó los años de la Guerra encerrado en un hospital psiquiátrico).
Psicosis y locura, hablando en sentido estricto, no son lo mismo. Ni siquiera podemos afirmar que todos los que llamamos “locos” sean psicóticos.-Paradójicamente tampoco es cierto que todos los psicóticos “estén locos”. Lo cierto es que, desde la perspectiva de los saberes delirantes, el psicótico y el psicoanalista forman una pareja natural, casi especula. Bástenos por lo pronto con decir que la psicosis representa el mayor reto para el psicoanálisis: ¿cómo efectuar un análisis con psicóticos? ¿Dónde y cómo se demuestra el inconsciente, que según Lacan se encuentra “a cielo abierto” en la psicosis? ¿Cómo establecer la transferencia con un sujeto cuyo discurso no hace lazo social? ¿Qué sucede con los conceptos fundamentales del psicoanálisis, a saber la transferencia, el inconsciente, la pulsión y la represión, aplicados a la clínica de la psicosis? Todas estas y otras preguntas nos vienen a la mente cuando enfrentamos un caso clínico totalmente distinto de las categorías tradicionales de la neurosis. La cuestión se complica aún más si consideramos que:”Es posible que un sujeto se posicione como loco, que ésa sea su respuesta a aquello con lo que la estructura del significante lo enfrenta. La locura es una posición con la que el psicoanalista puede tener que enfrentarse en su práctica.”iii
A continuación presentaré un caso clínico cuyo interés aumenta si lo consideramos la luz del descubrimiento de la clínica de las estructuras.
Abelardo, El nuevo
Recuerdo perfectamente a Abelardo, su pelo largo y sus 120 kilos repartidos en apenas 1.65 metros de estatura; sus ojos desorbitados y una perenne sonrisa benévola e inquietante –casi podría decir: una sonrisa ominosa; su edad, indefinidamente madura (quizás 40 o 45 años), contrastaba con una vaga actitud infantil. Llegó a mi vida gracias a un proyecto de servicio social que consistía en brindar acompañamiento terapéutico a pacientes con trastornos mentales graves. Lo primero que llamó mi atención fue la cantidad de cigarrillos y de coca cola que consumía al día: de cinco a seis cajetillas diarias y cinco botellas de refresco. Sus dedos estaban manchados, casi negros de nicotina. No parecía agresivo ni violento. Casi se diría que era excesivamente tranquilo y pacífico, como un niño obediente. Sin embargo, la pasividad de su comportamiento era resultado del tratamiento psiquiátrico: sufrió un primer internamiento a los dieciocho años, después de haber atacado brutalmente a su madre. Los que lo conocieron de joven lo recuerdan como un muchacho sumamente violento y agresivo. A este primer internamiento siguieron otros, con tratamientos diversos. Los padres intentaron muchas cosas para curarlo, pero la terapia electroconvulsiva tuvo resultados definitivos: lo convirtió en un dócil miembro de la comunidad humana. En el trabajo, gracias a las influencias de su padre, le otorgaron una pensión completa que disfrutaría desde los 21 años hasta su muerte, ocurrida 25 años después. A partir de que le dieran el alta médica, con una prescripción constante de antipsicóticos y frustrantes consultas con el psicoterapeuta, se convirtió en la sombra de su padre, un abogado que despachaba en el sur de la Ciudad de México. Abelardo lo acompañaba a todos lados, consumía sus horas diurnas en el despacho y por las noches seguía al abogado a bares y cantinas. Sólo se relacionaba con la coca cola y el cigarrillo. Podía pasar horas enteras sin hablar, sin embargo escribía mucho. Largos poemas que, de cuando en cuando, recitaba en las veladas nocturnas en las que seguía a su padre y por los cuales obtenía el aplauso de la concurrencia.
Abelardo llegó al programa de acompañamiento terapéutico debido a la muerte de su padre. El abogado murió en un accidente automovilístico en el que, por un azar del destino, no lo acompañaba su hijo (me reservo la descripción de este hecho, así como muchos detalles interesantes, para preservar la identidad de las personas aquí involucradas). Casi un año después murió Abelardo, víctima de una complicación provocada por la úlcera gástrica y el enfisema pulmonar que se volvieron sintomáticos a partir de la muerte del padre. La madre optó por el acompañamiento con el fin de encontrar a alguien que se hiciera cargo de su hijo, pues, según sus palabras, temía que algo le sucediera o que se extraviara, ya que Abel, como solía llamarle, había perdido a su único amigo. (Los nombres Abelardo y Abel son una sustitución que recuerdan, de manera aproximada, los nombres originales) Notemos que, de acuerdo con ella, no había muerto su padre, sino su “único amigo”.
Hechos relatados por la madre
Desde pequeño, Abel fue siempre una “mala cabeza”. No obedecía, no era como los demás niños, pues siempre había demostrado “algo raro”. Una preocupación constante de la madre durante los primeros años de la infancia de su hijo era el tamaño de su pene, pues lo tenía “demasiado pequeño”, pese a que el médico que lo examinó descartó microgenitomorfismo o cualquier tipo de anomalía. Posteriormente, siendo ya un adolescente, esta madre, ufanada de ser liberal, se encargaba de proporcionarle revistas pornográficas. Ya que el padre “no cumplía con su labor”, ella se encargaría de que fuera “como los demás chicos de su edad”. Pero Abel se resistía. Mostraba indiferencia hacia las muchachas. Preocupada por esas “anormalidades”, la madre insistió en conducirlo por “el buen camino”: le daba dinero a las chicas para que salieran con su hijo, incluso, lo llevó con prostitutas, en un intento infructuoso por convertirlo en alguien “normal”. Pero Abelardo estaba muy lejos de normalizarse. Al contrario, su carácter se tornó cada vez más rebelde e incontrolable, a lo que sus familiares respondieron con “mano dura”, hundiendo a la familia en un círculo vicioso de violencia inacabable. Siendo apenas un joven de diecisiete años, Abelardo se fue de casa. Su padre le consiguió un trabajo de auxiliar administrativo en una oficina de gobierno, trabajo al que rara vez asistía, pero que le permitió rentar un departamento e intentar hacer su vida.
Después de no saber nada de Abelardo durante algún tiempo, la madre se enteró de un “hecho vergonzoso”. Abel, su único hijo varón, salía a las calles vestido de mujer. Frecuentaba las calles de la Zona Rosa; flirteaba y “joteaba” con drogadictos y malvivientes. Incrédula, la madre fue a buscarlo. Llegó hasta el departamento que Abelardo había rentado, pero nadie le abrió. Llamó a un cerrajero y forzó la puerta. Una vez adentro no podía dar crédito a lo que sus ojos veían. En medio de un caos de basura, botellas de vino vacías, restos de droga y colillas de cigarro había todo un ajuar de mujer: vestidos cortos y llamativos, brassiers, estolas y maquillajes, joyas de fantasía y mil y una bisuterías. Esperó hasta que llegó su hijo, sólo para confirmar lo peor: Abelardo era un travestí, una vestida, una “loca”. Cuando vio a su madre ahí, el hijo montó en cólera y la agredió brutalmente. De no ser por los vecinos, que llamaron a la policía, seguramente la hubiera matado.
Durante tres años Abelardo recorrió hospitales psiquiátricos, consultorios de psicoterapeutas y de neurólogos. Cuando la medicina no fue capaz de curarlo recurrieron a acupunturistas, chamanes y exorcistas. Hallaron por fin la solución: la terapia electroconvulsiva. Como por arte de magia, Abelardo se pacificó después de varias sesiones, fue dado de alta y regresó a casa. El diagnóstico definitivo de esquizofrenia paranoide le otorgó una incapacidad de por vida. Durante los veinticinco años que sobrevivió después de los electrochoques, prácticamente no habló con la madre. Su indiferencia hacia ella contrastaba con el apego excesivo hacia su padre, hasta que la muerte de éste hizo que la vida de Abelardo se apagara también.
Abelardo Poeta
Para sorpresa y contento de su familia, Abelardo no volvió a vestirse de mujer, tampoco bebía ya alcohol ni consumía drogas. A cambio, comenzó a escribir de una manera compulsiva. Pude escuchar algunos de sus poemas recitados de viva voz por él. Llamaba la atención su singular estructura circular. Daba la impresión de estar contemplando un cuadro de Escher convertido en palabras. Recuerdo especialmente un “soneto al soneto”, en que el alejandrino final hacía nudo con el alejandrino del principio. Cada vez que recitaba uno de sus poemas terminaba diciendo: “Autor: Abelardo Ramírez, el nuevo”, cuando su “verdadero” nombre era Abelardo Sánchez Ramírez. Esto es, había adoptado un pseudónimo en el que excluía el apellido paterno y tomaba como primero el apellido de su madre. (De nuevo adopto nombres ficticios que dan una idea aproximada de lo ocurrido con los nombres reales). Desafortunadamente la madre ha negado la autorización para reproducir los poemas originales de su hijo, así como cualquier intento por difundir su obra, lo cual es una verdadera lástima. Uno de sus primeros poemas lleva por título “El universo se hunde”, escrito poco después de que lo dieran de alta. Curiosamente, este poema surgió de nuevo a la luz poco antes de su muerte. Según las palabras de su autor, este poema estaría destinado a perdurar “mil años”. Las futuras generaciones lo leerían y el nombre de “Abelardo el nuevo” quedaría por siempre grabado en la memoria de los hombres. Uno de los días que más recuerdo fue poco tiempo después de que iniciara el acompañamiento; Abelardo estaba sumido en su escritorio, con su infaltable cigarrillo y su coca cola, escribiendo sin parpadear y sin levantar la cabeza durante horas. Yo sólo lo observaba: un surco profundo se había grabado en su frente amplia. Unos cuantos cabellos caían desordenados por esa cabeza perlada de sudor. Más que un escriba parecía un cirujano afanado en una complicada y delicada operación. Su concentración era absoluta, hasta que por fin enderezó su espalda, levantó la cabeza y me miró de una forma harto extraña. No pude evitar ser presa de un ataque de angustia interior, al final de cuentas tenía frente a mi a un loco desconocido. Sonrió. Sus ojos desorbitados parecían interrogarme. No pude resistir ese silencio y, de manera titubeante, le pregunté: ¿qué escribes? Su respuesta no pudo ser más inquietante: “Autorretratos”. Esa fue la única palabra que pronunció ese día. Volvió a mirar el bonche de hojas que tenía ante sí y se sumió de nuevo en la escritura.
Algunas observaciones
A partir de ese primer encuentro con la psicosis tuve la oportunidad de percatarme de un hecho frecuente, casi podría decir característico: una “confusión sexual”, por llamarla así, que Lacan nombró como el empuje a la mujer. A este respecto, Maleval nos dice: “La puesta en relieve de un empuje a la mujer inherente a la psicosis constituye un dato clínico que se impone con toda su generalidad en cuanto alcanza su formulación. Se trata de algo observable bajo modalidades variadas en todos los grados de la evolución de la psicosis declarada: tanto en las formas más elevadas del delirio como en los estados esquizofrénicos. La emergencia de La Mujer tiende a confundirse a veces con la del Padre gozador, pero en ocasiones también se alza como el último dique contra lo real”iv. Recuerdo a ese adolescente que un buen día llegó a la escuela vestido con una falda y que fue corrido por el director, sólo para ser internado después de provocar un incendio que mató a su padre; o bien, al indigente que deambulaba con un chal que le envolvía la cabeza y que aseguraba ser la Virgen María. Sin mencionar al Presidente Schreber, cuya fantasía acerca de que “debía resultar muy placentero ser una mujer cuando se entrega al coito” iba a desencadenar la crisis que lo llevó a un prolongado internamiento, donde se acabaría de estructurar la idea de que sería la mujer de Dios, destinada a dar a luz a una nueva raza de hombres.v Frecuentemente se confunde como una homosexualidad lo que en realidad es una falla en la lógica de la sexuación. La propia madre de Abelardo se afanaba por “hacerlo un hombre”, logrando únicamente convertirlo en un objeto de su propio goce, a lo que él respondió adoptando una feminidad espectacular y escandalosa; pero no sólo eso, Abelardo, vestido de mujer, había cumplido en su cuerpo la fantasía de la mujer con falo, la imagen de la mujer completa. ¿Acaso un reflejo de esa madre que se encargaba de hacer lo que el padre no hacía? Esto es, darle, con toda “buena intención”, revistas pornográficas y llevarlo a burdeles, así como pagarles a las chicas para que salieran con él.
Abelardo dejó de vestirse de mujer, así como de ingerir alcohol y drogas, cuando dio con la escritura. No afirmo que ambos hechos estén relacionados, pues podría ser una conclusión precipitada, pero es evidente que jugó un papel importante en su “estabilización” el poder acumular durante años un río incesante de palabras (habría cerca de dos mil hojas escritas cuando murió). A propósito, recordemos las palabras de José María Álvarez en la introducción de una versión española del libro de Schreber: “Si concebimos la psicosis como el hundimiento del universo simbólico y el surgimiento inmediato de un vacío de significación, el delirio se nos presenta bajo la necesidad de encontrar un nuevo sentido a cualquier precio. En esta tarea se afana el delirante con éxito o sin él. Entendiendo en este caso el éxito del delirante no como el desvanecimiento del delirio que sana al psicótico y confirma su curación, sino como la adquisición de un aglutinante de la identidad que impide la disgregación más intensa del yo. Pues si en algunos casos el psicótico mejora cuando desaparece el delirio, en otros empeora si no da con él.vi Asimismo, este autor nos sugiere que el cauce natural del delirio es la escritura, cómo dudarlo en el caso de Abelardo, cuyo poema más querido se llamaba precisamente “El universo se hunde”, que escribía autorretratos para sostener una imagen propia y que borró de su pseudónimo el apellido del padre. Respecto de esto último, sugiero que no hizo más que constatar en los hechos una carencia en el registro simbólico. Esto es, la forclusión (Verwerfung) de un significante primordial, el significante del Nombre del Padre. Nos dice Lacan en Función y campo de la palabra y del lenguaje: “En el nombre del padre es donde tenemos que reconocer el sostén de la función simbólica que, desde el albor de los tiempos históricos, identifica su persona con la figura de la ley”vii ¿Qué pensar de ese padre abogado, a la vez ausente en el discurso de la madre y tan poderoso como para otorgarle un trabajo en el gobierno? Y no sólo eso. Un padre al que desarrolló un apego excesivo, de tal modo que no pudo soportar mucho tiempo su ausencia física, pero que pudo soportar su ausencia simbólica gracias a esa escritura.
Como conclusión de este caso, que bien podríamos llamarlo como el de un Artaud, moderno y desconocido, podemos encontrar que la psiquiatría sigue funcionando con la misma manera en que ha funcionado desde que Foucault denunciara la lógica de la exclusión: Abelardo, el loco, el psicótico, seguía manifestándose como una revelación del no-ser, como negatividad, y que sólo pudo sobrevivir al hundimiento de lo simbólico por medio de la escritura.
Quiero terminar este caso reproduciendo una cita de Deleuze:
“...el escritor, como dice Proust, inventa dentro de la lengua una lengua nueva, una lengua extranjera en cierta medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales o sintácticas. Saca a la lengua de los caminos trillados, la hace delirar. Pero asimismo, el problema de escribir tampoco es separable de un problema de ver y de oír: en efecto, cuando dentro de la lengua se crea otra lengua , el lenguaje en su totalidad tiende hacia un límite ‘asintáctico’, ‘agramatical’, o que comunica con su propio exterior.
“El límite no está fuera del lenguaje, sino que es su afuera: se compone de visiones y de audiciones no lingüísticas, pero que sólo el lenguaje hace posibles. También existen una pintura y una música propias de la escritura, como existen efectos de colores y de sonoridades que se elevan por encima de las palabras, entre las palabras (...) De todos los escritores hay que decir: es un vidente, un oyente...es un colorista, un músico.
“Estas visiones, estas audiciones no son un asunto privado, sino que forman los personajes de una Historia y de una geografía que se va reinventando sin cesar. El delirio las inventa, como procesos que arrastran las palabras de un extremo a otro del universo. Se trata de acontecimientos en los lindes del lenguaje. Pero cuando el delirio se torna estado clínico, las palabras ya no desembocan en nada, ya no se oye ni se ve nada a través de ellas, salvo una noche que ha perdido su historia, sus colores y sus cantos. La literatura es un salud.”viii
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM)
i Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica, Fondo de Cultura Económica, México, 2002..
ii Tomado de Ayala, Inés, Es posible un psicoanálisis foucaultiano, En “Me cayó el veinte. Revista de psicoanálisis, No. 1 Primavera del 2000.
iii Eidelsztein, Alfredo, Las estructuras clínicas a partir de Lacan, Editorial Letra Viva, Argentina, 2001. Vol. 1. P. 85.
iv La forclusión del Nombre del Padre. Su concepto y su clínica, Editorial Paidós, Argentina, 2006, P. 19
v Cfr Schreber, Daniel Paul. Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid, 2006, P. 50 y ss.
vi Schreber, Op. Cit. Pág. 14.
vii Lacan, Escritos. Vol. 1 P. 266.
viii Deleuze, Gilles, Crítica y clínica, Editorial Anagrama, España, 2000, P.
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