quarta-feira, 11 de abril de 2012

Inhibición, síntoma y angustia como signos de goce,


 de Antoni Vicens, Parte II

La inhibición

La inhibición muestra al cuerpo como haz de signos; su sentido lo dan sus funciones. En efecto, una inhibición lo es siempre de una función corporal: digestiva, locomotora, reproductora, etc. [7] De hecho, como lo describe Michel Foucault en Les mots et les choses, la biología nace como “ciencia de la vida” –a diferencia del poder clasificatorio y descriptivo de la “historia natural”– cuando pasa del estudio de la morfología visible y de la clasificación observable de los seres vivos a la definición del organismo como portador de unas funciones corporales, instancias poéticas o entidades abstractas que de algún modo “crean el órgano”. Las funciones hacen del cuerpo una idea encarnada, jerarquizan sus partes y crean relaciones de subordinación entre ellas. Podríamos decir que la primera dualidad pulsional de Freud, la que distingue las pulsiones de autoconservación de las pulsiones de reproducción –la primera referida al individuo conservándose dentro de su especie y la segunda a la especie en tanto hace uso de los individuos para mantenerse en su ser–, está de acuerdo con una clasificación biológica de las funciones. Acuerdo que se quiebra con la introducción de la pulsión de muerte.

En efecto, la biología toma la vida como la función suprema en la jerarquía de las funciones, como la función que engloba y da razón de todas las demás, como la función de todas las funciones. Se trata de una jerarquización paradójica porque la vida, como la función más general, es también la más inconcebible. En Más allá del principio de placer, Freud se presenta el problema de las ciencias de la vida, que no parecen poder llegar a tener el concepto propio de su objeto. Si decimos entonces que la vida es la función que incluye a todas las demás, llamadas por eso mismo vitales, tanto más vitales cuanto más próximas a la suprema, habremos de reconocer a la vez que ese conjunto de todos los conjuntos es a la vez un conjunto vacío.

Pero, a la vez, del otro lado, nada en la biología permite tomar a la muerte como una función, pues el cuerpo funcional ignora su propio fin.

Tal como Freud expone en Más allá del principio de placer, se podría dar una fundamentación para la biología defiendo la vida a partir una mostración de su límite. Pero ese límite, la muerte, es de tal guisa que hablar de él nos hace salir de la ciencia. Así las cosas, por la misma razón de que no disponemos de una ciencia que pueda fundamentar la distinción entre vida y muerte, y mientras el conjunto de las funciones del organismo se manifieste como paradójico, hemos de contar con una pérdida en la fundamentación biológica de la pulsión.

A esa pérdida conceptual, Freud la llama pulsión de muerte.

La inhibición entonces nos enseña la discordancia que hay entre la función y su órgano. En su Seminario XI, Lacan formula la relación entre órgano y función de una tal forma que el problema de saber cómo la función crea el órgano se transforma en el de discernir cómo una función puede poner un órgano a su servicio. [8] Es tanto como decir que el problema reside en la manera que tiene el cuerpo de hacer signo de una función; añadiendo a eso como condición la de que siempre faltará uno de esos signos: el supremo. Si el cuerpo es un lugar de signos, también es portador de la imposibilidad que llamamos pulsión de muerte.

Entre las funciones vitales, la sexualidad tiene un lugar eminente, pues de ella surge un signo muy especial: el falo. Ése sería el signo que podría simbolizar a la vida como tal, pero que falla en la medida en que su marca no se halla presente en todos los cuerpos y, por lo tanto, surge de una suposición de universalidad inverificada. Eso es tanto como decir que el falo es una función a la vez del cuerpo y exterior a él: es una suposición, un descompletamiento del cuerpo, su idealización; con ese signo el cuerpo deviene, en parte, incorporal; y toda clase de cosas acuden a sostener y completar esa idealidad. En particular, el inconsciente, que transforma a su vez esa incompletud en función y la despliega como cadena significante. El falo, ligado a la diferencia entre hombre y mujer, a la oposición entre la presencia y la ausencia de un órgano, permite que el ser hablante se inscriba, él y sus funciones vitales, en el lenguaje como conjunto de signos definidos por el sistema de oposiciones que llamamos estructura.

Esto hace de la sexualidad una función del todo especial. Los Tres ensayos de teoría sexual de Freud son la descripción de la función sexual en el hombre en tanto que ésta no puede ser comprendida sin recurrir al falo, al inconsciente, a su estructura de lenguaje, y a la falta constituyente.

Es a partir de ahí que Freud, después de haber explicado que la inhibición es una limitación o un rebajamiento de la función, puede hacer de la impotencia sexual el modelo de toda inhibición. Ciertamente, en la neurosis, definida por su etiología sexual, es frecuente la inhibición sexual: en el hombre, como falta de erección, como eyaculación precoz, u otra perturbación funcional que impida llevar a cabo el acto; en la mujer, de manera menos funcional, como asco al sexo. Las demás inhibiciones corresponden a una erotización de la función, siempre posible dada la característica especial del órgano-función fálico.

Es interesante señalar que, a las inhibiciones claramente ligadas a un órgano o conjunto de órganos dedicados a una función (sexualidad, alimentación, locomoción, etc), Freud añade otra inhibición, más general, la referida al trabajo. No interesa la cuestión de determinar si la biología ha olvidado esta función entre sus definiciones; ya entendemos que la lista de las funciones es siempre discutible por el grado de inconsistencia de que padece. Nos interesa más el detalle de la comparación que Freud hace, a partir de la inclusión del trabajo entre las funciones, de los órganos inhibidos con aquella cocinera que ya no quiere seguir trabajando como tal a partir del momento que tiene los favores del dueño de la casa. Esto quiere decir que la erotización de una función es siempre la causa inconsciente de su inhibición. Convertir en significante a una función la lleva a representar otra cosa y a hablar a destiempo. Cualquier función puede convertirse en un intento de inscripción de la imposible función sexual. Es por ello que Lacan, en esas lecciones del Seminario RSI a las que nos referimos, pone al inconsciente, como tratamiento de la función fálica, del lado de la inhibición.

La angustia

Si el lenguaje fuera una función, su fin sería el de conducirnos conforme al principio de placer. Cuando el llenguaje falla en esta función, entonces se produce la angustia. En realidad, el lenguaje siempre falla de algún modo. El inconsciente intenta organizar de manera ligada las exigencias del ello, pero no siempre lo consigue. Entonces es impotente: se hace agente de una cierta disfunción del lenguaje; como consecuencia, el ello aparece como compulsión de repetición, como un poder demoníaco.

Hay un nexo efectivamente entre la inhibición y la angustia. La clínica nos enseña cómo en la histeria y en la neurosis obsesiva la angustia provoca inhibición sexual. También hay un nexo entre la angustia y el síntoma. De un lado, se distinguen, como veremos más adelante, síntomas con angustia –de los cuales la fobia es el caso paradigmático– y síntomas sin angustia. De otro lado, lo que une a la angustia con el síntoma es la posibilidad de especificar una angustia de castración, es decir, una angustia que pueda tener como referencia al significante de todos los significantes: el Nombre del Padre. Es el caso, en Hans, del caballo tomado como significante, a partir de su lugar entre las especies animales y su sentido totémico. En el Hombre de los lobos, es la imagen significantizada del lobo.

Esta manera freudiana de definir la castración y el significante que la representa resulta, incluso para el propio Freud, insatisfactoria. Por eso nos interesa examinar los esfuerzos que hace para ampliar el alcance de la angustia hasta más allá del Nombre del Padre; a cuyo fin parece tener algún interés la teoría del trauma del nacimiento. En sí, la teoría es falsa, pero tiene la virtud de apuntar en la dirección de una lógica, no del significante, sino del signo y del sentido, diferente de la del significante del Nombre del Padre.

Como es sabido, en esta discusión Freud considera la angustia como “señal”, lo que hemos de entender como un signo que surge en ausencia de todo contexto posible que lo pudiera dialectizar. En efecto, lo que enseña clínicamente la angustia es la imposibilidad de tratarla en una dialéctica del sentido. No está al alcance del sujeto de la angustia dominarla mediante los tropos del lenguaje, la metáfora y la metonimia. Este carácter de la angustia es interpretado así también por la filosofía. Por ejemplo, Kierkegaard la presenta como una experiencia subjetiva real que desmiente la universalidad del poder negativizador del lenguaje, y la utiliza como argumento masivo contra la dialéctica hegeliana. No hay metáfora de la angustia que pueda entrar directamente en la cadena significante; pero, a la vez, por su misma discordancia, es puerta abierta a toda nueva metáfora. El cristianismo contiene en sí un discurso sobre la angustia: promete traducir toda angustia a culpa, y tratarla luego como metáfora de la muerte de un Dios-hombre. Es el sentido de algunas figuras exteriores de las catedrales románicas, donde una representación del rostro angustiado llama a la identificación a quienes se encuentran portadores de algo con lo que no se pueden identificar. De los angustiados la Iglesia hace culpables; y la culpa entra en una contabilidad posible. Se abre una dialéctica de la redención.

Pero es más difícil definir la naturaleza de la angustia como tal. Freud admite para ella un origen extrapsíquico, fisiológico y a la vez histórico. Si la doctrina evolucionista de las relaciones entre el órgano y la función permite establecer una relación lógica entre ambas cosas, ello no hace sino destacar más el carácter inespecífico en lo orgánico de la angustia. O entonces hay que pensar la razón evolutiva de la angustia como la sedimentación de una experiencia muy primitiva.

Es ahí donde se precipita la teoría de Otto Rank: el origen de la angustia residiría en el acto mismo del venir al mundo el organismo-sujeto. Pero a Freud, una vez más, no se le escapa lo contradictorio de esta teoría: en efecto, en el nacimiento existe una necesidad fisiológica de defender las funciones, y la supuesta señal de desplacer del nacimiento estaría al servicio de la preservación de las funciones. El supuesto trauma del nacimiento estaría entonces al servicio de las pulsiones de vida, con lo que se haría entonces más que discutible su carácter traumático.

Hay que situar entonces a la angustia en otra dimensión, no estrictamente corporal; hay que separar al organismo del sujeto, y considerar la angustia más ligada al signo y a lo incorporal que a las funciones vitales.

Para ello Lacan introduce el concepto de separación, como operación distinta de la castración. Si, de la castración, el signo que se produce es el del falo, en la separación, que no afecta necesariamente al pene, se produce también un signo, o más bien la posibilidad misma de producir unos signos que traten de manera parcialmente congruente el goce. Pero ahí ya no vemos al organismo considerado como un conjunto de funciones organizadas lógicamente por un proceso evolutivo, sino como algo que se caracteriza por el hecho de que goza, sin que nada histórico ni conceptual pueda transmitirse de generación en generación para enseñarnos cómo tratar ese goce. Cada goce es nuevo. El cuerpo del goce está separado de toda generación, o nacimiento; de hecho el cuerpo en tanto que goza es creado desde la nada: la nada en la que se resuelve, lo quiera o no, el deseo de la madre, con su incompetencia genérica para representar, sin resto, al Otro.

Hay ahí una paradoja: cuando falla esa incompetencia, la angustia recupera para el sujeto la nada a partir de la que su cuerpo gozante habría sido creado. Ningún Dios es angustiado, porque Dios consiste precisamente en la suposición de una familiaridad absoluta con la nada, inalcanzable siempre para el ser creado.

Decimos que la angustia demuestra que el cuerpo no se puede reducir congruentemente a su constitución en órganos funcionales. Ahí está su dificultad en situarla biológicamente. Es por ello que, para explicar la sede de esa angustia y su relación con la separación, Lacan inventa un órgano mítico, incorporal, sin función, que describe como una laminilla que se desliza sobre las superficies. Al hacerlo, Lacan es fiel a la crítica que Freud le hace a Otto Rank: en el nacimiento, para el niño, la madre no ex-siste: no se trata ahí de un discurso de órganos. Más bien habría que decir que la ex-sistencia de la madre es un resultado del nacimiento.

Eso no excluye que se pueda considerar a la angustia como un sentimiento corporal; el corazón palpita más aprisa, la respiración se hace convulsiva. Pero todo esto es ya respuesta, que se presenta como señal de peligro. De ningún modo ese peligro es la causa de la angustia, sino que es su traducción a la fisiología. En efecto, el inconsciente no puede tomar como peligrosa una amenaza efectiva; no puede serlo la muerte, que desconoce; tampoco el nacimiento, que no conoce. Ese peligro sólo puede sentirse como un peligro imaginario de separación, pero heredado como sentido del goce del Otro: separación de la horda, o separación de la madre como exigencia en la constitución del Yo en su unidad imaginaria.

La angustia es entonces la amenaza sentida contra esa unidad. El síntoma será la manera de recuperarla, o de crearla más simplemente haciendo, del goce, sentido; para lo cual se requiere eyectar el sentido.

El síntoma

Para empezar, el síntoma es la introducción de una variante en el desarrollo de la función; incluso se lo puede considerar como una nueva operación de la función.

Como resultado de un proceso represivo, la satisfacción pulsional impedida retorna en el síntoma, y lo hace como otra satisfacción, creada ésta como sentido a partir de la misma satisfacción interceptada. Como producción de sentido, el síntoma incorpora un sentido a lo que no lo tiene, lo que Lacan determina como la relación entre sexos, en la cual no hay ninguna congruencia posible. Pero el síntoma es también una inhibición: del sistema Percepción-Consciencia, es decir, del lenguaje.

El síntoma proviene de la represión, esto es, del intento de huir de las excitaciones internas. Para conseguirlo tiene que crear una realidad en la que el principio de placer tenga una expresión controlable, evitable, dirigible, dominable. También crea una realidad psíquica, en la que el mismo proceso de dominio se desarrolla en el pensamiento. Prueba de ello es la neurosis obsesiva, que corresponde a un tratamiento erotizado, es decir, reprimido, de los pensamientos.

El proceso de la represión nos es desconocido. Partimos de la suposición de una represión primordial, quizá asociada a la angustia. Por el resto, la represión sólo la conocemos cuando fracasa; mientras tiene éxito no sabemos nada de ella, pues conforma nuestra realidad. Freud nos lleva a la convicción de que esa realidad está configurada a partir del síntoma, en una acumulación que va siguiendo los tiempos y los modos propios de existencia de lo humano.

Si el síntoma es construcción, es tratado como premisa de la cual se derivan consecuencias: avanza, crece, se ramifica, rebrota; sus consecuencias lógicas llevan a otras consecuencias, de modo que va creciendo con ramificaciones interminables. Más aún, la lucha contra el síntoma se integra en él, como un epílogo interminable. El sujeto se esfuerza en mostrarse de acuerdo con él, para lo que defiende la posición de un yo que dice: este es mi cuerpo y mi espíritu, ahí está mi coherencia, e intenta reconciliarse con él más que con la realidad, y hacerlo coherente y sistemático y, sobre todo, desexualizado. Puesto que el síntoma ya está ahí, hay que contemporizar con él y sacar ventaja de la nueva situación.

Vemos en la clínica cómo el síntoma se va haciendo indispensable. El narcisismo del neurótico obsesivo le hace sentirse más puro y más honesto que los demás; pero su ventaja secundaria, de la que el sujeto es inconsciente, es que ese ideal de pureza está al servicio del goce de hacerse mirar por los demás. En la histeria, el síntoma hace las funciones de cópula sexual, lo que permite vivir en la soledad de la voz de la consciencia. En la paranoia el sujeto se sabe indispensable. Pero en ningún caso el síntoma deja de exigir su satisfacción propia, la de casi un organismo parásito, o de una construcción artificial de la que el sujeto se ha ido haciendo tributario.

La cuestión entonces es la de ver si, puesto que la represión se presenta siempre como originada por el padre o por sus sustitutos, y puesto que concebimos el síntoma como originado en la represión, el síntoma tiene o no su origen fuera del Nombre del Padre. Lo cual es tanto como decir que la cuestión es la de si podemos hablar propiamente de síntoma en la psicosis.

Para dar respuesta a ésto debería ser útil el nudo del síntoma con la angustia, donde vale menos el lenguaje (el significante) que el signo. Para responder a esta cuestión debemos partir de la noción de que el sujeto es respuesta a un signo que lo es del goce del Otro. Es lo que Freud expresa diciendo que los síntomas son creados para evitar la misma situación de peligro que es señalada mediante el desarrollo de la angustia. Lo que la angustia trata como una señal, el síntoma lo trata con el signo. Pero el problema que se plantea ahí es, de nuevo, el de la naturaleza de ese peligro: ¿es fálico o no? ¿Se trata de la castración? De nuevo viene en nuestra ayuda la definición lacaniana de la separación como matriz de la discordancia del sujeto con el mundo para el cual él es respuesta inconsciente.

De otro lado, está el otro nudo, el que hay entre el síntoma y la inhibición. Ahí el síntoma se asegura del recurso de un Otro universal: el del goce fálico.

El síntoma traslada entonces el goce del Otro al dominio donde lo fálico aparece como posible, donde habría un Otro sin tacha.

La cuestión es entonces la del precio que el sujeto paga por sostener esa realidad en la que, al fin y al cabo, tampoco se encuentra en casa.



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[1] Sigmund Freud, op. cit, en Obras completas, vol. 20, Buenos Aires, Amorrortu, 1979, págs. 71-161.

[2] Jacques Lacan, RSI, en Ornicar? 2, p. 90: “Le premier autre (...) se définit par exemple de la distinction extérieur/intérieur. C’est celui de Freud, qu’il le veuille ou pas, dans sa seconde topique, laquelle se supporte d’une géométrie du sac. Le sac est censé contenir (...) les pulsions.”

[3] Jacques-Alain Miller, Los signos del goce, Barcelona, Paidós, 1998.

[4] Cf. Jacques Lacan, Télévision, en Autres écrits, París, Eds. du Seuil, 2001, p. 514: “(...) l’inconscient (...) nous rappelle qu’au versant du sens qui dans la parole nous fascine (...) l’étude du langage oppose le versant du signe.”

[5] Indesinenter, dice el poeta Salvador Espriu.

[6] Seminario de 1974-1975, publicado en Ornicar?, números 2 a 6. Cf. especialmente los esquemas de nudos borromeos publicados en la p. 99 del número 2.

[7] J. Lacan, RSI, en Ornicar? 2, p. 96: “L’inhibition, comme [Freud] l’articule, est toujours affaire de corps, soit de fonction.

[8] J. Lacan, Le Séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, París, Seuil, 1973, p. 94: “La fonction, dit-on, crée l’organe. Pure absurdité – elle ne l’explique même pas. Tout ce qui est dans l’organisme comme organe se présente toujours avec une grande multiplicité de fonctions. (...) La merveille est que, de son organe, l’organisme peut faire quelque chose.”

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