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La conversación de aquellas dos jóvenes giraba en torno a la difamación de la que Lacan era todavía objeto treinta años después de su muerte. La primera me reprochaba mi silencio sobre “un repugnante batiburrillo de inmundicias”, la segunda “una complacencia que habrá permitido a las modernas Erinias sentirse autorizadas a decir cualquier cosa sobre aquél a quien perseguían con
un odionamoramiento implacable y eterno”. Si ambas amazonas me comunicaron sin dificultad su avidez febril por arrancar la túnica de Neso que consumía a Hércules, ¿cómo no iba a tener su deseo, convertido en mío, algo de perplejidad? Yo a Lacan lo había conocido, lo había frecuentado, lo había practicado durante dieciséis años, y solo dependía de mí dar un testimonio.
¿Por qué haberme callado? ¿Por qué no haber leído nada de esa literatura?
un odionamoramiento implacable y eterno”. Si ambas amazonas me comunicaron sin dificultad su avidez febril por arrancar la túnica de Neso que consumía a Hércules, ¿cómo no iba a tener su deseo, convertido en mío, algo de perplejidad? Yo a Lacan lo había conocido, lo había frecuentado, lo había practicado durante dieciséis años, y solo dependía de mí dar un testimonio.
¿Por qué haberme callado? ¿Por qué no haber leído nada de esa literatura?
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