Hannah Arendt forma parte del operativo Heidegger. Que es así: a mediados de los sesenta, la filosofía francesa inicia su ruptura con el marxismo cautivada por la certeza de la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. Hay que reemplazar a Marx por otro gigante del pensamiento que también haya sido crítico con la modernidad capitalista. Ahí está –a la mano– el maestro de Friburgo y sus desarrollos contra la técnica, el humanismo, el sujeto. Esos desarrollos constituyen el pasaje del Heidegger I (el de Ser y Tiempo, obra no casualmente inconclusa) y el Heidegger II, que parte de la crítica al cogito cartesiano y condena al hombre, ese ente que desoye el llamado del ser y se arroja a la conquista (devastamiento) de la tierra. El ser –dice algo misteriosamente Heidegger– se retira. El hombre queda definido como amo de la ente. La técnica se adueña de todo y pasamos a una nueva forma de la metafísica centrada en la subjetividad. El ente que posibilitaba, en Ser y Tiempo, la pregunta por el ser, ese ente al que en su ser le iba el ser (le importaba, era requerido por él y formulaba la pregunta fundamental de la filosofía, la pregunta de la ontología: qué es el ser, qué pasa con él) pasa a ser la negación de todo lo auténtico, lejos de preguntarse por lo ontológico se consagra a lo óntico, a su dominio. El Heidegger II, el de la crítica a la técnica, no es casual que, en su condena al Dasein de Ser y Tiempo, en su condena al hombre, termine adhiriendo al nacional socialismo, movimiento que habría de consagrarse al exterminio en –de modo muy esencial– los campos de concentración. En Auschwitz, cuyo jefe habrá de ser el hombre que es juzgado en Jerusalén, el 11 de abril de 1961, juicio al que asiste la conocida ensayista Hannah Arendt, radicada en EE.UU., como representante del diario New Yorker, y del que surgirá su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, dos de cuyas tesis levantarán un alboroto que ella no esperaba o acaso sí, que provocó deliberadamente. Las cuestionadas dos tesis del libro son la condena a los Judenrat (Los Consejos judíos) y eso que Arendt llama la banalidad del mal.
Arendt –dijimos– forma parte del operativo Heidegger: aniquilar al sujeto para entrar en Heidegger y tener otro gran maestro para seguir con la crítica a la modernidad (palabra que empieza a tener celebridad desde ese momento, antes el concepto de modernidad se expresaba en el modernismo literario). El estructuralismo francés y el post y el posmodernismo dejan atrás y olvidado al que había sido el líder de la filosofía desde 1943 hasta el mayo del ’68 incluido: Jean-Paul Sartre. Parte del aura de este filósofo, la que desempeñaba el rol de “la mujer detrás del gran hombre”, era Simone de Beauvoir. Ahora, que se ha deslizado todo hacia Heidegger, no sería inadecuado encontrarle ese personaje al Rektor de Friburgo. Ahí está Hannah Arendt, brillante discípula del maestro en sus años jóvenes, pensadora judía-alemana (algo que, de paso, sirve para nublar el señalado antisemitismo del agro-filósofo de la Selva Negra), su apasionada y secreta amante. Hannah lo tiene todo para ocupar el sitio que –hay que decirlo– gozosamente ocupó. Vivió siempre a la sombra de Heidegger, todo su pensamiento se basa en él, y es, algo que no es poco, la más aventajada de sus discípulas/os. Pero Hannah no es ni encarnó lo que propone ese espléndido dictum: Detrás de todo gran hombre hay una mujer asombrada. Acaso porque verdaderamente se enamoraron en esa lejana década del veinte, en que Heidegger era capaz de escribirle cartas impensables en él: “Querida Hannah: ¿Por qué es el amor tan rico, superando todas las dimensiones de las otras posibilidades humanas, y por qué supone una carga dulce para aquellos a quienes afecta? (...) Cuando llegue el nuevo semestre será mayo, y la lila inundará los viejos muros y los árboles en flor ondearán en los jardines ocultos –y tú franquearás la vieja puerta con tu vaporoso vestido de verano. Los atardeceres estivales harán su entrada en tu habitación y repicarán a tu joven alma hablándote de la quieta alegría de nuestra vida”. No se trata aquí de juzgar a Heidegger como poeta. Aunque –en fin– hay en su texto más de Amado Nervo o Becquer que de Hölderlin. Jamás creo haber escrito la palabra “vaporoso”, que es horrible e insalvablemente kitsch. Pero la joven Arendt debió emocionarse con esa inesperada prosa de su maestro (Ver: Hannah Arendt-Martin Heidegger, Correspondencia 1925-1975, Ediciones Herder, 2000, Barcelona.)
Así, Arendt entra en el canon de la filosofía de los últimos cuarenta años del siglo XX y se prolonga hasta hoy. Se la consagra como la gran pensadora política de su tiempo, como un alma libre, díscola, se supravalora su muy buen libro sobre Los orígenes del totalitarismo y –actualmente– se proyecta en los cines de Buenos Aires un film de la talentosa directora alemana Margarethe von Trotta, Hannah Arendt, centrada en el juicio de Jerusalén. La bella actriz alemana Barbara Sukowa encarna a Arendt como antes –también dirigida por Von Trotta– se había metido en la piel (o bajo ella) de Rosa Luxemburg, film de 1986. Hannah es célebre y reina a la izquierda de Heidegger, a quien salvó de la ruina no bien regresó a Alemania y encontró a su maestro decidido a vender el original de Ser y Tiempo en veinticinco mil dólares, o suma semejante. No, dijo la discípula. Que volvía por su amor. Heidegger le presentó a su esposa, Elfride, y el resto es silencio. Que alguien haga otra película con ese material. La cuestión es que si el mundo había amado a la pareja Sartre-De Beauvoir ahora –aniquilados el sujeto, el humanismo y bajo las ruinas del Muro de Berlín– podía encandilarse con la historia –sin duda más “vaporosa”– de Heidegger-Arendt. El canon se ve en las librerías y en los libros que las grandes editoriales lanzan al mercado. Estamos inundados de Heidegger. Sartre no está en ninguna parte. De Beauvoir menos (aunque no derramo lágrimas por ella).
La célebre banalidad del mal la inventó Sarmiento. Hasta tal punto llegaba su genio de escritor. En la Introducción de Facundo escribe: “Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia (de un Maquiavelo)”. Pongo “Maquiavelo” entre paréntesis por las dudas. Aquí no se trata de teorizar sobre él. Importa decir que Sarmiento señala en el florentino la inteligencia. ¿Qué tenemos entonces? Un enfrentamiento entre dos modos de hacer la historia. Facundo, con pasión (Sarmiento conocía fragmentos importantes del pensamiento de Hegel a través de Victor Cousin). Rosas, con frialdad, con inteligencia, con esa razón que Heidegger denostará oponiéndola al “pensar” (ver línea final de La frase de Nietzsche “Dios ha muerto”). Rosas hace el mal sin pasión. Eichmann también, según Arendt. No es posible desarrollar aquí toda esta endiablada temática. Pero tal vez sea menos compleja de lo que uno piensa. Arendt aplicó a Eichmann el concepto heideggeriano del hombre de la técnica. Si el mal burocrático que encarnó Eichmann se hizo posible fue porque el Dasein se había entregado a la tecnificación, a la burocratización, que permitiría la industrialización de la muerte. La técnica se aplica a la destrucción de los cuerpos como a la destrucción de la tierra. De aquí esa frase de Heidegger que despertó innúmeras polémicas: la identificación entre la tecnificación del campo y la tecnificación de la muerte en los campos de exterminio. Para Heidegger (y, dentro de su pensamiento, no se equivocaba) era tan barbárico arrasar con la naturaleza como arrasar con los hombres. El concepto de razón instrumental de la Escuela de Frankfurt (que cambia el eje marxista de la lucha de clases al del devastamiento de la naturaleza) proviene de esas elucubraciones del maestro de la Selva Negra, del agro-filósofo de Friburgo, pero no de Berlín, esa ciudad carcomida por el cosmopolitismo de la República de Weimar.
La tesis de Arendt sobre la banalidad del mal olvida el factor formativo-ideológico de los asesinos nacional-socialistas. Todo verdugo es un ser ideologizado por quienes lo envían a matar. Claro que Eichmann (dijera lo que dijese) odiaba a los judíos. Tenía que odiarlos. Si no, no podía ser nazi. Los oficiales de las SS se formaron con Mein Kampff y los discursos de Hitler y Goebbels. Como los franceses de Argelia y los grupos de tareas de Videla se formaron con La Guerra Moderna de Roger Trinquier. No hay verdugos que se pongan al servicio de un régimen político maléfico sin que conozcan las razones por las que deben matar a los que matan. El principio central de una ideología asesina es excluir de la condición humana a quienes se propone aniquilar. Recordemos la frase de Camps: “Nosotros no matamos personas, matamos subversivos”. Esto les permite matarlos con más furia y pasión pero sin culpa. Arendt fuese, acaso, una periodista que deseaba ser original. Ofrecer algo que nadie ofrecía. En el film de Trotta, los del New Yorker, al arrepentirse por haberla enviado, dicen de ese concepto de la banalidad del mal: “¡Cómo iba a evitar no inventar algo novedoso! Tenía que ser distinta a todos”. No estaban equivocados.