terça-feira, 30 de abril de 2013

EL NIÑO EN LOS INICIOS DEL SIGLO XXI *


http://nel-medellin.org/el-nino-en-los-inicios-del-siglo-xxi/

José Fernando Velásquez**
Es fundamental, para comprender los síntomas de los niños y adolescentes y la problemática que ellos sufren, pensar la posición que en la actualidad ocupan la infancia y la niñez en el discurso del Otro (social, comercial, parental). Se hace necesario estudiar y profundizar en ese Otro actual, contemporáneo, que tiende a ser unificado por la globalización, aunque posea sus particularidades en cada familia, grupo social, etc. ¿Cómo producir, entonces, un enganche entre el saber sobre el inconsciente del niño y el discurso del Otro de la época? En esta dirección, este texto se orienta a partir de las siguientes preguntas:
• ¿Cómo se instala el niño en la época actual?
• ¿Qué le demanda el mundo adulto al niño de hoy?
• ¿De qué modo responden los niños, con qué síntomas?
• ¿Qué tipo de sufrimiento y afecciones tiene el niño de hoy?

1. El niño es el sujeto contemporáneo por excelencia

A diferencia de los adultos, el niño no trae en su propia experiencia la carga de otros discursos; él no tiene que hacer cambio de mentalidad, no tiene que adaptarse. El niño simplemente responde de forma directa a la contemporaneidad, y en esa medida se estructura. En la clínica que se elabora con ellos se pueden leer y descifrar los efectos del discurso de la postmodernidad sobre el sujeto y una perspectiva de nuestra época.
La postmodernidad ha desmitificado la familia nuclear como la organización normal y universal, y ha pasado a reconocer otras formas de vida que también son llamadas familias: las hay de todo tipo, extensas, nucleares, reconfiguradas, mixtas, monoparentales, homosexuales, etc. Sí con Freud y Lacan afirmábamos que la Metáfora Paterna, aquel dispositivo psíquico que arma la estructura del deseo y que permite tramitar buena parte de la satisfacción de un ser humano, no alcanza a metabolizar todo el goce, hoy más que nunca encontramos el ensanchamiento de esa hendidura estructural por donde se filtra lo vertiginoso del mundo global, virtual, de los objetos técnicos, del vacío, del sin sentido de la vida.1 La caída del referente familiar genera escenarios donde se está más cerca de lo Real (lo inasible, lo imposible) en cualquiera de sus formas: la agresión, la violencia, la adicción, la intolerancia, la promiscuidad, la prostitución y los nuevos modos de relación con otros, como por ejemplo las tribus, las bandas, las conductas extremas, etc. La familia como tal, ha dejado de ser el vehículo privilegiado de la transmisión generacional, la fuente de identificaciones; este lugar es ocupado generalmente por los medios de comunicación social, cuyas figuras muchas veces se transforman en modelos y parámetros identificatorios. Los personajes de moda -reales o virtuales-, suelen configurarse en imágenes que funcionan como ideales de sexualidad, poder, fuerza o belleza, y por ello devienen familiares a los niños y jóvenes contemporáneos.
Siempre han existido los niños, pero hoy hay nuevas coordenadas que han trazado un nuevo lugar para el niño dentro de lo social. Ha quedado atrás la condición de inexistencia que prevalecía siglos anteriores al XVII en cuanto a la figura del niño. En la actualidad, los niños constituyen el núcleo central de la institución familiar, son el principal grupo poblacional que determina el consumo, además de ser el elemento que potencialmente debe ser más capacitado y entrenado para sostener y enfrentar el mundo del futuro. Muchas veces en la clínica nos encontramos con situaciones en las que un niño es el sostén (imaginario y simbólico) de uno de los padres o de la pareja, o también que sostienen el goce de uno de sus padres. Este tipo de situaciones provoca un reordenamiento familiar, en el cual los menores han ido ganando un gran poder, encarnan el ideal, son la promesa de los padres, no para el futuro sino para el presente.
A la par de las modificaciones en la familia, en la postmodernidad la escuela ha dejado de ocupar el lugar por excelencia para la recepción de conocimientos. Gracias al lugar social que adquieren los medios masivos de comunicación y las tecnologías de la información, la escuela deja de ser la forma privilegiada de la educación en el siglo XXI. Quizás estemos ante la asunción de una nueva forma de realizar la función educativa, forma que por primera vez desde el siglo XVI no se apoya, en lo fundamental, en la escuela y el maestro.2
La informática y las nuevas ciencias de la vida (genética, neurociencias, biología molecular), con sus recientes avances y desarrollos, han afectando en la última década la forma en que pensamos la vida, la naturaleza y el cuerpo. Ello afecta también nuestra concepción de ser humano, y mucho más, la de los niños y adolescentes contemporáneos. Ejemplo de lo anterior son los bebes probeta, que están entre nosotros desde 1990: el niño como objeto de consumo para los padres, diseñado por tecnología en el laboratorio y convertido en producto. Cualquier mujer, cualquier hombre, cualquier pareja se atribuye el derecho de tener un hijo, saltando cualquier impedimento, incluso que uno de los padres haya muerto: puede buscarlo por medios técnicos o por adopción, y encontrarlo en ese mercado especializado que moviliza millones de dólares. Ya son muchos los niños que son el producto de los avances científicos. Para muchos adolescentes de hoy, son naturales los nuevos dispositivos (celulares, palms, acceso y conexión a la Internet); estos procesos forman parte de su vida, nacieron compatibles con esas máquinas, hasta incorporan a su lenguaje habitual, palabras como “conectarse” y “bajar de la red”. La infancia, la niñez y la adolescencia, hoy se reafirman alienadas en mayor o menor medida a la tecnología y al consumo, de acuerdo al nivel de acceso al capital y al mercado; están capturadas y desorientadas en el mundo de la imagen que se expone en los medios y que ocupa un lugar central en cualquier actividad; están condicionadas por ese eslogan repetido incesantemente “mira, te ofrezco lo que te falta”, para generar, más que el deseo, el acto de consumirlo; niños y adolescentes están presionados por la velocidad y la rapidez, todo les es urgente y vertiginoso; sus referencias han cambiado, cada vez se sostienen más en la realidad virtual, computarizada, informatizada y digitalizada.
Anteriormente los niños eran una herencia en vida que enviaban nuestros padres a otro tiempo que ellos no conocían o en el cual seguramente no vivirían, todo era interpretado desde un axioma que le decía el padre al hijo: “Mi tiempo es el de ahora, el tuyo será el del mañana”. Hoy en día les exigimos a los niños que se realicen aquí y ahora, les ordenamos actuar como debería hacerlo un adulto. El tiempo para los niños ha cambiado, y la proclama de padres a hijos es: “Tu tiempo es el presente”, no hay aplazamientos. Los niños están, entonces, bajo numerosos imperativos. Sumado a esto, sus cuerpos son más ávidos y ansiosos que disciplinados, son cuerpos superexcitados, incitados a consumir constantemente, cuerpos que quieren siempre algo nuevo: experiencias extremas, una constante necesidad de mejorar su condición, cualificarse, potencializarse, superar los límites.
De igual manera, encontramos al niño y al joven como objetos de comercio sexual en páginas de Internet, vinculados con academias que los promocionan en el mundo de la publicidad y el modelaje, trabajando en la prostitución y demás. El uso de niños en los comerciales garantiza la penetración que tiene cualquier mensaje en el oyente, y esto condiciona una manera de vender y jalonar el mercado de cualquier tipo de bienes. Del mismo modo, niños y adolescentes participan de manera activa en los conflictos armados. Los juguetes que hoy se les ofrecen, con los cuales consumen su tiempo, son fugaces, tienen una vida media cada vez más efímera, estrategia de los grandes productores que encuentran siempre sustitutos en los personajes de películas que salen al mercado cada 6 meses. Los niños en la actualidad poseen otro modo de jugar, imaginar, sufrir, pensar y construir su realidad.
¡Todo es tan diferente a lo que nosotros vivimos! Y nos preguntamos en medio del desconcierto, ¿qué es lo que pasa?

2. La desaparición de la infancia

Las expectativas y las exigencias en torno a los niños se han multiplicado, y esto incide en el desvanecimiento de la infancia. Postman, autor brasilero, dice en su libro La desaparición de la infancia que el acceso ilimitado a los medios de comunicación destruye o al menos torna incierta y difusa la línea divisoria entre la infancia y la adultez de hoy. El autor opina que el tipo de mensajes ya no discrimina entre adultos y chicos, ya no hay secretos para la infancia; sólo hay que ver la omnipresencia de los Reality Shows, que muestran sin ningún control la intimidad del otro, violando la privacidad voluntariamente y haciéndola pública. Más bien, lo que hay son secretos hechos para los adultos que se quedaron rezagados y no accedieron a la velocidad ni al despliegue tecnológico actual.
La infancia sigue a merced del maltrato, del desplazamiento, de la pobreza extrema en el mundo subdesarrollado. A partir de estas condiciones, el niño debe hacerse adulto lo más temprano posible, y esto se ve reflejado en su actividad, su lenguaje, sus formas de juego, sus costumbres, además de la forzada responsabilidad por la supervivencia. Cada vez son más adolescentes quienes pertenecen a grupos de milicias y quienes tienen a su cargo la responsabilidad de crear un orden imperante, en el cual el Estado no hace presencia. Pero no sólo en el mundo subdesarrollado la infancia es objeto de ultraje. El matutino The Daily Telegraph, de Inglaterra, divulgó una carta firmada por 110 personalidades en la que se advierte que los niños británicos “están siendo empujados a la adultez antes de tiempo”. Señala el texto que “un cóctel siniestro de comida chatarra, marketing de la sexualidad, juegos electrónicos y éxitos fáciles les están envenenando la vida. El efecto que sobre los chicos ejerce esta presión despiadada para que dejen de ser lo que son se traduce en graves desórdenes mentales y en irregularidades de conducta”.3
Otro aspecto importante se refiere al ingreso satisfactorio del niño al mundo de hoy, para lo cual sería necesario darle la mayor competitividad en el menor tiempo posible. Cualquier retraso en ello puede ser calificado como fracaso, y el adulto no debería permitir que el niño quede “por fuera del sistema”; las expectativas y las exigencias en torno a los niños se han multiplicado, lo cual se evidencia en aspectos como la adquisición de una segunda lengua, el afán por manejar aparatos electrónicos y computadores, la competitividad deportiva, la capacitación en múltiples competencias, etc. El exceso de expectativas sobre el hijo, el afán de que obtengan éxito y logren las mejores oportunidades, presiona y acosa el psiquismo infantil del niño en función de que responda a carencias que son de los padres. Así mismo, en el ideal que tienen padres e instituciones no se tolera que el niño sea diferente a lo soñado o que no vaya a la par con las expectativas propuestas; cualquier desviación voluntaria o involuntaria del niño, es sentida como un corte de aquel hacia el deseo del adulto.
Teniendo en cuenta lo anterior, la escolaridad constituye un ejemplo claro en cuanto a las formas como son percibidos el niño y sus fallas, además de ser la plataforma en la que el adulto inicia una mirada que determina, nombra y fija al niño dentro de una serie de significantes tales como: desatento, hiperactivo, oposicionista, fóbico, etc. Es tal el poder de esa mirada evaluadora que otras capacidades, necesidades y deseos de los niños quedan sin tener ningún espacio para desarrollarse.
Así, a medida que el niño y el adolescente avanzan en edad, quedan expuestos a mayores riesgos, aunque hay que reconocer que también existen hoy más opciones para que el joven encuentre beneficios y estabilizaciones. Durante mucho tiempo ha prevalecido una tendencia a juzgar las conductas del adolescente con un criterio recriminatorio basado en una dialéctica negativa, de crisis y problemas. Ahora esta opinión tradicional se cruza con otra consideración más respetuosa, basada en lo que son los atributos de los adolescentes: ellos valoran la vida sentimental de manera más inmediata, tienen una inimaginable cantidad de habilidades del pensamiento (abstracción), asumen nuevas formas de inserción en lo social, son más frescos, singulares y espontáneos en sus formas de identificación; su proximidad a la informática y la tecnología de todo tipo les permite con una rapidez envidiable -deseada por los adultos-, asumir formas de trabajo completamente nuevas. Jóvenes y adolescentes son los grandes innovadores en el mercado y en la creación de marcas y empresas, tanto que cada vez es menos posible distinguir la adolescencia de la edad adulta en función de la preparación para la vida.

3. Las manifestaciones del malestar en el niño

La infancia feliz es un mito. La imagen del niño feliz, ingenuo, angelical, sin problemas, sin pérdidas, sin conflictos ni defectos, en un mundo encantador de ensueños, es inexistente. Ese mito es lo que está infiltrado en nuestra lectura tradicional de la infancia. Un niño recién llegado a este mundo puede sufrir desde su más tierna infancia, y ese sufrimiento acompaña su desarrollo y estructuración. Los síntomas y los malestares del niño desmienten ese ideal de plenitud imposible de cumplir a pesar de ser el preámbulo de la constitución de los ideales parentales, sociales y escolares. Mientras más creamos en ese mito, más se desestima la función de la respuesta del niño frente al encuentro con la adversidad, incluida la respuesta sintomática.
Si en medio de esta acumulación de exigencias con respecto al Otro postmoderno, el niño tiene que manifestar su desacuerdo, su malestar o su angustia por asuntos personales, familiares, o relacionales, ¿qué espacios tienen para hacerlo? ¿De qué medios dispone? ¿Cómo puede desarrollar su síntoma? La realidad actual desconoce lo singular y globaliza la niñez, sus necesidades, sus ideales, sus imágenes, sus síntomas; desconoce las formas de respuesta que ellos mismos desarrollan porque todo se interpreta desde un estándar, tanto las evaluaciones que se hacen como las soluciones que se proponen.
El niño se sirve de lo que encuentra en el Otro para fijarse en algunas identificaciones y también para tramitar su malestar.
• Los niños responden poniendo todo su interés en una pantalla del computador o en las consolas del Play Station, el Wii, o el Xbox, creando una brecha entre su mundo virtual y la realidad de sus hogares o vecindarios, no siempre disfuncionales. La realidad virtual es una producción tecnológica de puras imágenes impalpables, incorpóreas e incapaces de realización humana que sustituye la realidad por otra simulada y artificial. Muchos países abren centros de tratamiento a menores adictos a la Internet. En China se calcula que uno de cada ocho usuarios jóvenes de la Web son adictos y pasan conectados más de 35 horas semanales. Ya no ponen el cuerpo en el parque, en la bicicleta, ya no interactúan, a no ser que sea algo extremo, y aún así, esa experiencia se extingue.
• La identidad que logran está mediada por las imágenes de las pantallas y los juegos en línea. Existe hoy un exceso de lo imaginario que hace desaparecer la realidad, según lo decía Jean Baudrillard; “En reemplazo de la realidad hemos construido una simulación, una enorme máquina de producción en serie y comercio obsceno de imágenes. El individuo ha quedado reducido a desempeñar el papel de receptor pasivo”. Como comenta Rodrigo Restrepo,4 hemos entrado por completo en la pantalla, como Alicia cuando atravesó el espejo. El drama al que se ven expuestos niños y adolescentes contemporáneos es que han tomado como realidad lo que es una proyección.

4. El malestar del niño y su síntoma.

Los síntomas en la infancia nos dan cuenta del malestar que aqueja a los niños, en tanto estos realizan sus síntomas, los ponen en escena donde el Otro no pueda dejar de verlos, de tenerlos en cuenta, de considerarlos y buscarle soluciones. De esta forma, el síntoma se presenta en dos vertientes. La primera de ellas se refiere al Otro y respecto del Otro; la segunda se refiere al síntoma como respuesta del ser, a su soledad. El síntoma es el modo de denunciar un límite y de demandar otra forma de presencia, de encuentro, de lazo con el adulto, con el saber y con el Otro contemporáneo. El síntoma en los sujetos más pequeños está marcado por la angustia y la imposibilidad de inscribir simbólicamente lo que les sucede. Es a partir de la imposibilidad de trascripción y de representación, que un síntoma puede ser lo que representa al sujeto problematizado que hay en el niño.
En el ámbito escolar y en su cuerpo es donde se manifiestan más crudamente los síntomas del niño y del adolescente: trastornos en la alimentación, el aprendizaje, la actividad escolar, el lenguaje, así como la depresión, la agresión, las adicciones, las sobreexcitaciones y la apatía, son el motivo constante de consultas y preocupaciones tanto en el ámbito clínico como educativo.
El problema surge cuando el niño realiza el síntoma frente a un Otro que no es capaz de interpretar la dimensión subjetiva que implica, alguien “analfabeta” respecto a lo que sucede en el niño. Es como si a un bebé se le cambia el pañal porque llora, cuando lo que tiene es hambre. La confusión y el cuestionamiento en que se encuentra la pareja parental hacen que cuando los chicos presentan problemas o dificultades, se considere que son mejor atendidos y orientados por especialistas, que en las propias familias. El Otro social, contemporáneo, que es evaluador y científico por excelencia, trata el sufrimiento del sujeto menor a partir de nominaciones: “es hiperactivo”, “oposicionista”, etc. A renglón seguido, muchas veces se lo medica o se lo mira a través de distintas terapias; otras veces se le fuerza a nuevos regímenes didácticos o pedagógicos, sometiéndolo a la institución o al profesional especializado. De esta manera, en la mayoría de las disciplinas Psi, hay una tendencia biologista muy fuerte: el científico tiene una respuesta explicativa y en el extremo de estas respuestas, encontramos que lo que está escrito en el código genético es responsable de todo el malestar, no sólo el del niño, sino el de cualquiera de nosotros.

5. Cómo el psicoanálisis asume a un niño.

El psicoanálisis asume que en un niño hay un ser que tiene un decir, un nombre, y que además, es un ser vulnerable a como es nombrado, mirado y gozado por la lengua, los afectos y las condiciones del Otro. El niño está inscrito en relación al semejante por medio de un lazo en el que debe representarse él mismo y representar al otro en un juego especular. Es un ser que hereda lo que se le transmite, no sólo porque tiene un código genético, sino debido a su condición de ser un parlêtre, un ser de la palabra. El niño depende del Otro, más allá de la necesidad, como modelo y como espejo, y es en la interacción con ese Otro, que el niño puede alcanzar la consistencia de cada uno de los elementos que conforman su estructura psíquica.
El psicoanálisis reconoce también que en el niño hay un goce, una forma de satisfacción desligada por completo de todo sentido y de toda consideración lógica, es decir, que el niño tiene una satisfacción que es autista, desprendida de todo Otro. Ya no es el niño como partenaire de la pareja parental, ni de la madre, sino él solo, jugando la partida con un goce que le es esquivo de manera permanente. Ese encuentro con la falta de goce que irrumpe y se constata a través del Otro, incluso más allá de la familia, por ejemplo en la institución educativa, hace estallar la unidad narcisista o la estabilidad previa que el niño había alcanzado, y lo confronta, en primer lugar con un no saber qué hacer, y segundo lugar, con la necesidad de inventar una salida.
A diferencia de lo que se hace desde otras disciplinas, el psicoanalista reconoce que la angustia del niño implica un llamado, una manera de dar cuenta de un combate que se le plantea en ese momento de la existencia, y no de cualquier manera, sino con aquello más singular, que hace objeción y se resiste a la asimilación por lo tradicional.
El psicoanalista oferta un encuentro con el niño, donde el mismo niño pueda exponer su síntoma articulado a su decir, (puede ser también a través del juego y del dibujo); se le da una connotación significante, para encontrar con él lo singular de cada acontecimiento. La angustia se escenifica en el escenario transferencial, se introducirse como incertidumbre y enigma en ese artificio, y el analista se presta para que lo que allí acontezca sea una construcción, una creación que engendre una transformación. La apertura de oportunidades bajo transferencia amplía los campos de la experiencia, les permite relativizar pseudos-soluciones inmediatas y riesgosas, como son -en el mundo de hoy-, la cultura del riesgo y la transgresión, el consumismo, lo efímero y la evasión.
Tal vez lo más particular del psicoanálisis, desde el ángulo de los resultados, no es su vertiente terapéutica, sino asuntos como la reubicación que se le da al sujeto (niño o adolescente) frente a su propia existencia, además de un saber arreglárselas con su ser, en cuanto a las dimensiones de ser un ser hablante y un ser de goce.
* Clase de Apertura del Curso de Introducción al Psicoanálisis “El niño en los inicios del siglo XXI”, organizado por la NEL-Medellín. Julio 18 de 2007
** Psiquiatra, Psicoanalista. Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de la Nueva Escuela Lacaniana, NEL-Medellín. Director de la NEL-Medellín
1 López, Oliden Rubén. La familia y el practicante hoy. En: Actualidad de la desvergüenza. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral. 2005.
2 Noguera R., Carlos Ernesto. Globalización, educación y escuela.
3 Kovadloff, Santiago. Empujados a abandonar la infancia. Diario la Nación, Buenos Aires. Argentina. Edición del 7 de enero, 2007.
4 Baudrillard, Jean, Reality, El gran hermano. Comentado por Rodrigo Restrepo Ángel, en: Revista Arcadia. Abril 2007.

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