¡Arrepentíos!*
Gustavo Dessal
La culpa es uno de esos elementos
esenciales cuya ausencia o exceso provoca graves desajustes en los seres
humanos. Una culpa excesiva puede hacer que alguien busque su propia
destrucción, y un sujeto sin culpa es un instrumento apto para causar la
destrucción de los otros.
Las grandes religiones monoteístas han
comerciado desde siempre con el sentimiento de culpabilidad, cuya
manipulación es altamente eficaz y rentable para dominar a poblaciones y
colectividades enteras. Pero contrariamente a lo que el pensamiento
ácrata proclama, la culpa (como el dolor) es una función indispensable
para la vida, necesaria para regular nuestros actos y medir las
consecuencias que suponen en nuestros semejantes. Por eso la culpa está
indisolublemente ligada al amor, a tal punto que no resulta extraño que
la falta de uno traiga como consecuencia la falta de la otra, tal como
podemos reconstruir en el estudio de las personalidades psicopáticas.
Pero lo más sorprendente es que la
investigación psicoanalítica haya descubierto que la culpa no depende de
la realización de un acto prohibido o de una transgresión a la ley.
Mientras Freud indagaba en el abismo infernal de la melancolía, donde la
culpa alcanza la intensidad del delirio y el enfermo se acusa de hechos
que no ha cometido, otro gran genio recorría el mismo camino con otros
medios. En El proceso, Kafka nos demuestra que el ser
humano está atrapado en el sentimiento de una falta inconsciente, que su
pecado es tan originario como desconocido, y que su crimen es
inapelable. Joseph K. será ejecutado sin que en ningún momento los
lectores podamos saber la naturaleza de su delito. Ni siquiera él lo
sabrá, y aun así acabará entregando el cuello a su verdugo.
La culpa es esa misteriosa sustancia que
no emana de ninguna realidad (prueba de ello es la escasa o nula culpa
que las faltas reales provocan, por ejemplo, en nuestra cultura política
contemporánea) sino que se destila en la profunda alquimia del
inconsciente. Lo asombroso es que puede afectarnos de manera silenciosa,
sin que seamos capaces de percibirla o tener de ella siquiera un signo o
una intuición. Así, innumerables seres viven vidas atormentadas, se
entregan a toda clase de acciones autopunitivas, se sumergen una y otra
vez en al fracaso, empujados por un sentimiento de culpabilidad del que
no tienen la más mínima sospecha y que, para colmo, no se fundamenta en
ninguna transgresión real.
Esta característica de la condición
humana ha sido exitosamente aprovechada por la Iglesia católica, que
hizo de la confesión, el arrepentimiento y la penitencia una fabulosa
empresa de lavado. No fueron necesarios demasiados siglos para que
surgieran expertos en mercadotecnia que inventaron el upgrade de la confesión, una suerte de categoría premium en
la cartilla del pecador: las indulgencias. Dado que la culpa ha de ser
pagada, ¿por qué restringir los medios a las multas simbólicas de
padrenuestros y avemarías? Del mismo modo que hoy usted tiene casi todas
las aplicaciones para su smartphone en versión gratuita o de
pago, por aquel entonces las indulgencias fueron algo así como las
preferentes de la clase vip, a la que todo podía perdonársele.
Hoy en día el mensaje del
arrepentimiento se transmite por canales más políticos que religiosos, y
se nos quiere cargar con la culpa de esta falsa crisis atribuyéndola a
nuestros excesos hipotecarios. Por supuesto, no falta tampoco en este
caso el coro de idiotas, siempre listos en cualquier época, que repite
la letanía de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, y
que ahora debemos lavar nuestra culpa en las aguas benditas del río ERE.
Pero no es eso lo peor, sino que buena parte de la ciudadanía termine
sucumbiendo a este mensaje, puesto que no hay nada más fácil de
manipular que la culpa que todos llevamos dentro por el mero hecho de
existir.
¿Puede haber algo más absurdo y
condenable que ser una criatura humana, aspirante a buscar un sentido
trascendente a una existencia que carece de todo propósito predefinido?
Por esa razón, es fácilmente observable que la intensidad de la culpa es
inversamente proporcional a la creencia que un sujeto tiene en la
misión que le cabe en la vida. Anders Behring Breivik, el carnicero de
Oslo, no se arrepiente de nada, porque se justifica en la realización de
un proyecto supremo, del mismo modo que nuestros políticos no dimiten
porque están convencidos de que la voluntad de salvar a la patria es la
razón que los ha puesto en el mundo.
Por eso hay en el melancólico un enfermo
que no ha hecho nada y sin embargo se declara culpable de toda clase de
delitos imaginarios, una dignidad que echamos de menos en los
personajes públicos que pasean su indecencia ante las cámaras de
televisión y en los medios de prensa. El melancólico asume en toda su
crudeza y fatalidad –y sin la más mínima defensa o protección– esa
verdad originaria de que nuestra existencia está gobernada por el
sinsentido y la ausencia de fundamento, para lo cual debemos disimularla
lo mejor posible con nuestras obras.
Algunos lo han sabido disimular tan
bien, que tomaron lo de la Obra al pie de la letra y por eso nos sobran
casas y aeropuertos. Pero estos, como el de Oslo, tampoco se arrepienten
de nada, porque ya se han apuntado a las indulgencias de Montoro.
Stéphane Hessel escribió ¡Indignaos!, y ahora Rajoy apresura la redacción de su ¡Arrepentíos!,
con el que espera batir un récord de ventas y consolar a los
desahuciados. Unos dicen que se lo ha escrito Punset, nuestro profeta
nacional en materia de felicidad, otros creen que ha sido Bárcenas, y
que el título es un claro mensaje para que sus camaradas no se pasen de
listos. En cualquier caso, vivimos en el mejor país del mundo, donde
pecar es casi gratis y además nadie se hace responsable. ¿Qué más
podríamos pedir?
Diario Kafka
23/04/2013 - 12:46h
* Artículo aparecido en el Diario Kafka.es – Culturas en el Diario.es (http://www.eldiario.es/Kafka/ Arrepentios_0_124588330.html)
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