domingo, 26 de janeiro de 2014

OCCIDENTE, PALABRA EQUÍVOCA







La filosofía medieval disputaba sobre si el ser era palabra unívoca, análoga o equívoca. Se planteaban con ello la relación de Dios con la criatura, o del ser necesario con el ser contingente. No es mi intención terciar en tan ilustre polémica sino evocarla en relación a lo que en nuestra época ocupa un papel semejante al ser necesario. Me refiero a una palabra cuyo sentido se nos ha evaporado de tanto usarse y abusarse.
Dio título al libro de Oswald Spengler, que hablaba de su decadencia irreparable. Sirve para muchos de coartada para la legitimación y la autocomplacencia;  a otros para la diatriba más acerba. Convoca referencias crepusculares porque literalmente evoca el ocaso, o el lugar en donde el sol se pone. Forma pareja con su lugar antípoda, o lugar de emergencia solar. Sólo cobra sentido contrapuesta a Oriente, y en ello revela su gran miseria semántica.
       Comencemos con Oriente. ¿Tiene algún sentido perpetuar el uso de esta palabra para referirse a mundos tan distintos como Egipto, Irán, el continente indio, Tailandia, Filipinas, Japón, la China continental, o la mitad (oriental) del antiguo imperio soviético? Tienen razón los críticos de esta noción: fue un invento “occidental” sobre culturas que provocaban fascinación y repulsión a la vez; o que servía, como sucede con los chivos expiatorios o con los dobles siniestros, para que el propio “occidente” se definiera y reconociera a sí mismo.
Hoy el término occidente se nos descompone en la palabra y en la escritura. No es un término unívoco, pues alude a realidades cada vez más dispares, diferenciadas y hasta enfrentadas. Ni siquiera por analogía podemos usar el término, ya que no hay parámetro alguno que nos lo imponga. Desde el punto de vista de la formación socioeconómica dominante (capitalismo tardío quizás) se deshace un concepto que descubre, como actores hegemónicos del mismo, a Europa y a Estados Unidos, desde luego, pero también a Japón, a Singapur, a Taiwán, y seguramente a sustanciosos ámbitos de la China litoral. Desde el punto de visto geopolítico sucede lo mismo, esta vez con el agravante de que el binomio perfecto del vocablo, Estados Unidos y Europa, va revelando, a medida que pasa el tiempo, su latente disconformidad; incluso una particular divergencia en asuntos importantes (sobre todo de política internacional).
La sensación de que Estados Unidos gira en torno a su propia órbita, envuelto en ese aislacionismo espléndido que sólo sabe romper, en buena lógica narcisista, con irrupciones (aéreas) de una agresividad sin límites, se impone cada vez de manera más evidente entre los europeos.
Hoy el middlewest mental domina en Estados Unidos, hasta el punto de mostrar tendencia de absorción de enclaves que servían de puente (California, Nueva Inglaterra). Leer prensa americana, escuchar sus televisiones, hablar con colegas y conocidos de ese país que hasta anteayer nos podía resultar próximo se convierte, salvo contadas excepciones, y con creciente intensidad, en una comprobación de la lejanía que se ha impuesto entre ambas sociedades.
El Atlántico se ha ido ensanchando cada vez más por esa zona del norte. Europa nos puede proporcionar sustos políticos, como recientemente Francia; pero Estados Unidos provoca agresiones reales, comprobables (directas o inducidas). No se trata ya del vago antiamericanismo que flotaba hace unos años en ciertos sectores de las derechas y las izquierdas (siempre extremas). Se trata de algo peor y más grave, o más irreversible: de un auténtico divorcio; y lo que es más sorprendente: de un progresivo desinterés. Un desinterés cultural, que llega a derivar incluso en multitud de productos que de allí provienen.
Estados Unidos en Europa empieza a cansar; a hastiar; sus formas culturales; la exhibición de sus propias costumbres, incluso de las más respetables. Y sobre todo harta a unos y a otros una mórbida autocomplacencia en las propias maravillas que sus voceros no parecen tener freno alguno en declarar (“somos la mejor democracia del planeta”, recordaba recientemente uno de sus representantes oficiales en España).
Podría decirse que compartimos la misma cultura, o que existen unas raíces comunes, sobre todo religiosas, que revelan nuestra participación en un mismo entorno de civilización. Es verdad que el inglés es lengua de origen europeo, lo mismo que el español (por referirme a las lenguas más habladas en ese continente americano). También es verdad que pueden hallarse múltiples referencias comunes en literatura, arte, cine, teatro, música. Pero este fenómeno es común a todo el globo (y debe situarse dentro de la expresión “globalización”, que bajo ningún concepto puede creerse equivalente a “occidentalización”). Los orígenes de las cosas importan; pero sobre todo son relevantes sus distribuciones y usos; y hoy ya no puede hablarse sin más de la técnica, de la lengua inglesa o del cine como realidades “occidentales”. Nuevamente perpetuamos con este término un equívoco que encubre un errado juicio de valor (que sin embargo es conveniente para ciertos usos ideológicos y políticos).
En terminología añeja podría decirse que Occidente es una palabra ideológica; responde a una “falsa conciencia” que usa la vaguedad de significaciones del término para servir de coartada a ciertos intereses de la sociedad dominante o hegemónica. Es muy útil hablar de supremacía de la cultura o de la sociedad “occidental”, o sugerir formas sinónimas entre “democracia” y “occidente”.
También podría decirse que Estados Unidos y Europa poseen la misma raíz cultural en un terreno particularmente sensible: el religioso. Ambas son sociedades cristianas, o mayoritariamente cristianas. O en las que el cristianismo ha permitido que cristalizase una cultura propia y específica, en Europa desde el año mil (quizás con el antecedente carolingio); y en Estados Unidos desde la colonización inglesa y la “gesta” de los pioneros.
Algunos analistas como Samuel Huntington, hablan de la “civilización occidental” con el fin de diferenciarla de otras (todas ellas marcadas, para este autor, por su raíz religiosa). Habla Huntington de la civilización islámica,  india, china, ruso-ortodoxa y occidental. En su libro ésta última es, en la práctica, sinónima de la norteamericana (siendo la europea, en su concepción particularmente etnocéntrica, un apéndice de aquélla). Huntington se las ve y se las desea para encajar en su lecho de Procusto (que eso es su defectuoso patrón de diferenciación) a las sociedades y culturas latinoamericanas, que ni se ajustan a su concepto de “civilización occidental” ni le inspiran una formación propia y autónoma. El libro de Huntington es revelador de una de las peculiaridades más sorprendentes de una mentalidad, de la cual da buena cuenta un estilo político determinado: el que impera sin discusión en el planeta americano.
Se trata de una autocomplacencia sin límites en la propia excelencia aislada. Lo importante es mostrar al mundo la propia supremacía, sin confrontación alguna con la alteridad (pues nadie podría disputarla). Y en seguir en todas las cosas la lógica del “sagrado egoísmo” que rige en el propio estado-nación, cuya peculiaridad y rasgo de supremacía moral estriba en su carácter multiétnico, integrador. Hablo de estado-nación; no de imperio.
Estamos en un mundo que requiere a gritos soluciones imperiales, ya que los problemas que nos acechan e instigan son globales, ecuménicos, universales. Pero un Imperio no puede existir sin el ejercicio de una auctoritas que legitima el monopolio de la potestas. Un imperio siempre generará, en su ejercicio, descontentos marginales; pero no es tal si provoca agrios resentimientos casi universales. Un imperio no es aquél que ejerce presión e influencia en las sociedades que domina; es aquél que además de vencer, en la acción bélica y en la vida material, también convence. O que atiende también al núcleo, existente en todo ser humano, en que sus necesidades materiales conectan con sus formas de creencia, de auto-respecto o de sentido de la propia dignidad.
La sociedad americana, que ha exportado con éxito formas materiales de vida que invaden todos los países y naciones, no ha sido capaz de generar consensos ni sentimientos de aceptaciones en su errático deambular político por el globo, en sus inicuas filias y fobias, o en su incomprensión radical de muchos de los fenómenos políticos, religiosos o ideológicos que forman parte del paisaje de nuestro mundo actual. A Estados Unidos le sobra potestas; pero le falta auctoritas. No es de hecho, ni parece querer serlo, lo que podría ser: un verdadero imperio. Le falta voluntad política y auto-convencimiento para ello.
Pero vuelvo a la falacia occidental, ya que de eso se trata: de un término falaz para reunir realidades que se irán dando progresivamente la espalda: Estados Unidos y Europa. Podría decirse también: occidente es, quizás, un eufemismo; lo que se quiere significar con ese término es una cultura o civilización: la cristiana. Occidente y cristianismo serían, así, casi términos sinónimos (si no fuese porque existe un cristianismo ortodoxo, y otros cristianismos muy vivos en el próximo oriente).
Ni siquiera desde este punto de vista puede aceptarse el carácter unívoco o análogo del término Occidente. El cristianismo europeo y el que subyace a muchas de las manifestaciones religiosas norteamericanas es radicalmente diferente. E importa subrayarlo, ya que este aspecto de la cuestión es particularmente revelador. En él conviene demorarse.
Las raíces cristianas de la sociedad y cultura norteamericana son múltiples; pero en gran medida se caracterizan por una exacerbada tendencia vetero-testamentaria. Procede ese cristianismo de minorías expulsadas de sus países de origen de tendencia calvinista radical; en ellas parece que el cristianismo retrocediera a sus raíces del Viejo Testamento, o que, frente al mensaje del Nuevo (evangelios, epístolas de Pablo, etc.), se regresase al Pentateuco y a los libros históricos.
En ese cristianismo popular norteamericano la idea de Pueblo Elegido es predominante. Y con ella la familiaridad entre el Antiguo Testamento y la experiencia que vivieron en su día los pioneros y colonizadores de un inmenso territorio por descubrir y habitar, en el que fueron creando sus propios asentamientos, en lucha con los habitantes aborígenes del lugar (hasta culminar la epopeya en la práctica extinción de éstos). Esta conciencia de Pueblo Elegido, y de Tierra de Promisión, se halla en la raíz de las más arraigadas creencias del pueblo americano. Forma parte de su paideía. En cierto calvinismo extremo, a diferencia del reformismo luterano y del catolicismo, parece que se retroceda del Nuevo Testamento al Viejo.
La figura de Jesús de Nazaret marca la diferencia; también las epístolas de Pablo. El ecumenismo del mensaje contrasta con la focalización de todos los asuntos en el Pueblo Elegido, o en un mesianismo en el cual al final siempre es ese Pueblo Elegido el que, en el banquete del último día, juzga y discrimina las naciones. Y la prueba de la elección viene dada por la pertenencia a una comunidad que, en lucha con las poblaciones preexistentes, provenientes de un orden natural, corrompido radicalmente por la Caída originaria del primer hombre, pueden ser siempre objeto de exterminio y de persecución (actual o escatológica) por parte de la única Nación predilecta a los ojos del Dios Único.
En ese calvinismo radical esa corrupción de la naturaleza primigenia que se comprueba en todos los “gentiles” deriva de un decreto originario, de naturaleza inexorable, en el cual, ya con la creación, y con los eventos siguientes (pecado original, redención), se destaca la diferencia abismal entre los elegidos de Dios y los pueblos sometidos a reprobación.
Esta convicción se transfiere, secularizándose sólo de modo aparente, a la doctrina del “destino manifiesto”, y de la Gran Nación (integradora de puertas adentro, extremadamente excluyente de puertas a fuera), predilecta entre todas por Dios, y llamada a ejercer su poderío sobre todas las demás naciones de la tierra.
En los ámbitos europeos, católicos, luteranos, anglicanos, se advierte en cambio la inclinación hacia una lectura del texto bíblico en dirección a las premisas del Nuevo Testamento. Lutero tradujo la Biblia entera, pero su texto de identificación fue sobre todo la epístola a los Romanos de Pablo. Su concepto relativo a la corrupción del pecado original (y el carácter cuestionable del libre albedrío) no condujo en ningún caso a una regresión tan ostentosa hacia la geografía religiosa y mental del Pentateuco, o de las crónicas de la monarquía davídica.
Lo cual explica (mucho mejor que referencias a lobbies, que por supuesto existen) las sintonías espontáneas que se producen en el imaginario de ese país con realidades políticas que siempre se entienden del mismo modo; y que son especialmente sangrantes en el Oriente Próximo. Podría ser conveniente para la clarificación mental y moral del mundo en el que vivimos, que ciertos estados aliados se convirtiesen en una estrella más dentro de la unión de estados federados que compone la Nación. En la cual importa más destacar con el máximo de potestas su carácter de Pueblo Elegido, aun a costa de arruinar un proyecto de auctoritas imperial, que en el aspecto religioso requiere, lo mismo que en el cultural y el político, un cambio de escenario mental; quizás el que se advierte nada más transitar de los últimos profetas menores a los textos evangélicos, o a las epístolas paulinas.
EUGENIO TRIAS
Diario El Mundo
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http://eugeniotrias.com/

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