A lo largo de una carrera que abarca cincuenta años, usted ha escrito tres libros y mucho artículos sobre producción de ópera. Estos contienen referencias de paso a su propia experiencia como director, pero a la vez parece reacio a volcar sus recuerdos profesionales al papel.
Siempre pensé que el director de escena es el “hombre invisible” de la ópera, o debería serlo. La naturaleza misma de esta labor es permanecer entre bambalinas y dejar que la luz se proyecte sobre la obra en sí.
Esa luz se proyecta con menos frecuencia, reconozcamos, en el genio creativo del compositor que en los artistas estrellas, directores de orquesta así como cantantes.
Y más y más en estos días también en los directores estrellas. Pero cuando yo empecé mi carrera, el director no era una estrella. De hecho, casi no existía. El director de orquesta manejaba el espectáculo y, a pesar de que había hombres muy capaces en la supervisión del aspecto visual de la puesta, eran más parecidos a maestros de actuación y directores de escena que a los zares de producción de hoy en día. Por azar, mi vida profesional corre paralela a la aparición del director de escena como el principal promotor de la producción. De modo que podría ser que al contar mi propia historia pueda a la vez trazar el curso cambiante de la práctica operística moderna.
Por cierto, pretexto suficiente para nuestra conversación. Empecemos con la aproximación histórica y veamos adónde nos lleva. En 1903, el año en que usted nació, Viena era a la vez baluarte del archiconservadurismo y terreno fértil de ideas que pronto habrían de revolucionar las artes y las ciencias. Y, en el centro del círculo progresista, se encontraba su padre, Max Graf.
Fue, por supuesto, un hombre extraordinario, el más extraordinario que he conocido. Se le recuerda principalmente como musicólogo y crítico, pero sus intereses y logros abarcaron muchos campos diferentes. Fue discípulo de Romain Rolland, cuyos trabajos tradujo al alemán, y sus mentores y maestros incluyeron a Hans Richter, Eduard Hanslick y Anton Bruckner.
¿Consideró él en algún momento convertirse en compositor?
No por mucho tiempo. Una vez llevó una de sus obras a Brahms para su crítica. Era una partitura ambiciosa, para muchas voces. Brahms colocó una enorme mano sobre el manuscrito, bloqueando todo excepto los pentagramas superiores e inferiores. “Sólo estoy interesado en cómo trata las partes de soprano y bajo –le dijo–. Y lo ha hecho mal”. Mi padre luego obtuvo su doctorado en leyes, pero fue un formidable erudito en literatura y estética, y enseñó ambas cosas, primero en la Academia de Viena y luego en este país. También fue un sagaz analista político, y durante años escribió artículos de fondo sobre el tema para laNeue Freie Presse.
Se sentía igualmente cómodo en la filosofía y en la ciencia y estaba perfectamente capacitado para hablar de matemáticas con Einstein, lo cual hizo cuando se encontraron en los Estados Unidos. Fue un hombre universal, pero al mismo tiempo un auténtico vienés en todo sentido: sabía cómo disfrutar de un vaso (o más) de vino y de la compañía de mujeres bonitas. Una de mis memorias infantiles más vívidas es la de verlo en el estribo atestado de gente del tranvía, yendo al partido de fútbol del domingo al Hohe Warte, con una mano en la barandilla y con la otra empuñando su libro más preciado, una copia muy usada, llena de anotaciones, de la Crítica de la razón pura de Kant.
Fue también miembro del círculo íntimo de Freud y un temprano defensor de sus teorías.
Fue de hecho el primero en aplicar el método psicoanalítico al estudio del proceso creativo en su artículo “Wagner im Fliegenden Hollander”. Y fue también uno de los primeros terapeutas freudianos. Cuando yo era todavía muy pequeño, desarrollé un miedo neurótico hacia los caballos. Freud me hizo un examen preliminar y luego dirigió el tratamiento con mi padre como intermediario, utilizando una especie de juego de preguntas y respuestas que luego se convirtió en una práctica standard de la psiquiatría infantil. Freud documentó mi cura en su artículo de 1909 “Análisis de la fobia de un niño de cinco años”, y como primer aplicación de la técnica psicoanalítica a la neurosis infantil, el caso del “Pequeño Hans” –como se los conoce popularmente– es aún un estudio clásico en este campo.
No recordé nada de esto hasta años más tarde, cuando me encontré de casualidad con un artículo en el estudio de mi padre y reconocí algunos de los nombres y lugares que Freud había conservado sin modificación. En un estado altamente emotivo, visité al gran doctor en su consultorio de Berggasse y me presenté como el “Pequeño Hans”. Detrás del escritorio Freud se asemejaba a los bustos de los filósofos griegos con barba que había visto en la escuela. Se levantó y me abrazó afectuosamente diciendo que no podía desear mayor vindicación de sus teorías que el ver al alegre y saludable joven de diecinueve años en que me había convertido.
Debe tener recuerdos de otros hombres famosos, amigos de sus padres…
Gustav Mahler, mi padrino, fue un huésped frecuente de nuestra casa de Hietzing. Recuerdo a Oskar Kokoschka y también al arquitecto Adolf Loos. Luego estaban Richard Strauss y Arnold Schoenberg, cuya importancia mi padre fue uno de los primeros en reconocer. Uno de mis compañeros de escuela fue Raimund von Hofmannsthal. Otra figura familiar aunque remota fue un vecino a quien veía casi a diario camino a la escuela, un hombre alto y aristocráticamente bien parecido a quien llamábamos “Oscar Wilde”. Sólo después supimos que su verdadero nombre era Alban Berg.
¿Qué recuerda de la vida musical?
Conciertos sinfónicos dirigidos por hombres tales como Nikisch, Weingartner, Mengelberg y los dos Brucknerianos, Franz Schalk y Ferdinand Loewe. Escuché el debut vienés del joven Furtwängler. Había también una buena cantidad de música de cámara: el Rosé Quartet, Fritz Kreisler y Adolf Busch, Rudolf Serkin al comienzo de su carrera, los recitales de lieders enteramente de Strauss de Franz Steiner acompañado por el compositor. Pero mi amor principal era la ópera. Como crítico del Die Zeit, mi padre tuvo siempre una única entrada para todas las funciones de la Ópera Real. A veces, para el último intermedio, había ya escuchado lo suficiente como para hacer su reseña, de modo que yo heredaba su asiento por el resto de la noche. Pero mi hábitat natural era de pie con todos los otros estudiantes y amantes de la música de pocos medios. Obtener un lugar en la galería más alta, conocida por los asiduos de pie como “la cuarta”, significaba hacer cola fuera del teatro por medio día o más.
¿Quiénes fueron los artistas que más lo impresionaron?
Ante todo, Strauss. La ciudad de Viena le había otorgado el uso de por vida de una espléndida villa con vista a los jardines del Belvedere, pero con la estricta estipulación de que dirigiera un buen número de funciones por temporada. Strauss no era en lo más mínimo adverso a las cosas que confortan el cuerpo y, para asegurarse esa casa, aparecía en el podio con puntual regularidad, para suerte de todos nosotros. Además de sus propias óperas –Ariadne constituía un punto culminante–, lo escuché dirigir Tristán, Lohengrin, Fledermaus (en una función de gala las vísperas de Año Nuevo) y sobre todo Mozart, en quien era supremo. Luego había tantos cantantes inolvidables y muchos de ellos traídos a Viena por Mahler. Incluso hoy puedo recordar detalles de la interpretación de Slezak como Otelo y Lohengrin, Erik Schmedes como el joven Siegfried tiernamente cantando su añoranza por su madre, la forma inimitable de Mayr del lamento del Rey Marke, Bahr-Mildenburg y Gutheil-Schoder en la confrontación Electra-Clitemnestra. Gradualmente, a los cantantes de la vieja guardia se les unieron los jóvenes artistas en ascenso que se convirtieron en estrellas por propio derecho: Jeritza, Lehmann y Piccaver, para nombrar tan sólo a unos pocos. Cuando la Opera de Dresden intentó tomar prestado a “nuestro” Ochs, Richard Mayr, como sustituto de su bajo indispuesto, el teatro (y la mayor parte de Viena) se sintió sacudido por la gran pregunta de si debería otorgársele el permiso a Mayr. ¡Tempi passati!
¿Cómo eran las producciones?
Bueno, a pesar de las famosas reformas Mahler-Roller y de los mejores esfuerzos de sus sucesores, quedaba todavía una considerable brecha entre el ideal de la ópera como teatro y lo que realmente ocurría en el escenario, un triste hecho que anoté más de una vez en mi diario. No es que pudiera ver mucho desde mi lugar de pie; la mayor parte del tiempo, nos contentábamos con cerrar los ojos e imaginar una producción ideal. O si no, nos sentábamos en las gradas y seguíamos la función en nuestras partituras.
¿Qué pude decir de la Volksoper?
Era una olla hirviente de actividad. Y como terreno de prueba para las jóvenes promesas en cuanto fue un suplemento inapreciable de la Ópera Real, tanto para los artistas como para el público. El director de la Volksoper le daba a mi padre todas las entradas de cortesía que quisiera, de modo que pude ver la amplia gama del repertorio, desde las más frívolas operetas hasta Götterdämmerung. La puesta de todas estas obras le era encomendada a un solo hombre, August Markowsky, cuyo método era, digamos, extremadamente pragmático. Al montar la escena triunfal de Aída, hacía un trabajo rápido con el coro: “Ustedes entran por la derecha; ustedes por la izquierda; y los que están en el medio arrastran la estatua del toro sagrado hacia el proscenio”.
Sus técnicas de escenificación han sido conservadas con amor hasta hoy…
Sí, la ópera instantánea no es nada nuevo, y las razones para ello son las que siempre fueron: la falta de tiempo y de dinero. Pero hasta las producciones más improvisadas eran suficiente incentivo para encender mi imaginación, y pronto intenté duplicar las maravillas que había visto en la ópera, primero con un teatro de juguete que construí en casa con la ayuda de mi hermana, y luego, en producciones en la escuela.
¿Fue entonces cuando decidió convertirse en director?
No, la idea se me ocurrió un poco más tarde. Cuando se declaró la Primera Guerra Mundial, las condiciones de vida en Viena eran bastante malas y empezaron a empeorar. Como escape a esto, mis padres me enviaron a Berlín a pasar el verano con mi tía, quien tenía una linda casa en los suburbios de la ciudad. Durante ese período, Max Reinhardt era director de nada menos que de tres teatros de Berlín, los cuales llenaba con una producción brillante tras otra.
Mi padre era un viejo amigo de Arthur Kahane, el Dramaturg de Reinhardt, y me dio una tarjeta de presentación en la que, debajo del impreso “Max Graf”, había escrito: “Apreciaré le dé a mi hijo Herbert un pase para una de sus funciones”. Pero luego de saborear por primera vez la magia de Reinhardt, quise ver mucho más que una sola función, de modo que, armado con un montón de tarjetas, repetí mi pedido con mi mejor imitación de la letra de mi padre. Como Kahane nunca dijo que no, llegué a ver casi tres meses de producciones de Reinhardt.
Los actores eran sobresalientes, pero lo que más me impresionó fue el manejo realísticamente detallado de las escenas de multitud en obras épicas tales como Julio César y Danton de Rolland. Cuando llegó el momento de regresar a Viena, visité a Kahane para agradecerle por su gentileza. “Por favor, déle mis saludos a su padre –dijo el anciano, y luego con una sonrisa maliciosa–: Dicho sea de paso, no tenía necesidad de copiar su tarjeta; le habría dado las entradas de todos modos”.
A pesar de lo avergonzado que estaba por mi subterfugio, ese verano de Reinhardt fue el momento decisivo de mi vida. Sentí que era mi misión hacer por la ópera lo que Reinhardt había hecho por el teatro. Tenía entonces dieciséis años y estaba preparándome para graduarme en la escuela, lo cual casi no logro; tan embebido estaba en mi sueño de convertirme en director de escena que no podía concentrarme en los estudios. En cuanto volví a Viena, pedí permiso para montar en el gimnasio de la escuela la escena del Foro de Julio César, pero como le presté mucho menos atención a los matices de los grandes discursos que a los abucheos y silbidos de la tumba romana, el director pronto puso fin a toda la empresa: el ruido estaba empezando a interferir con las clases. De un modo u otro, pasé mi Matura y me gradué, pero no sin comentarios sarcásticos por parte de los profesores y compañeros de clase. En el libro anual de 1921, bajo el título “Estupideces del Año”, puede leerse: “Herbert Graf quiere llegar a ser director de escena de ópera”.
¿Por qué su ambición parecía una estupidez?
Bueno, como dije, la profesión de director de escena de ópera, tal como la conocemos, simplemente no existía en ese entonces. Es más, no había escuela, ni indicaciones para su estudio. Tuve que inventarla.
¿Lo alentó su padre?
Como era típico de él, ni me empujó ni me lo impidió. Aunque sus finanzas no eran del todo seguras, me proporcionó los medios para prepararme para mi carrera elegida. Esto no fue de ningún modo fácil, ya que significaba matricularse en tres escuelas diferentes a la vez. Mi primera meta fue obtener mi doctorado, que preparé en la Universidad de Viena bajo la dirección de Guido Adler, director del departamento de música. Era un gran erudito y un maestro de rara sensibilidad, convencido en dejar que sus alumnos se desarrollasen de acuerdo con sus propias capacidades y aspiraciones. Puesto que yo quería dirigir ópera, sugirió que hiciese mi tesis sobre Wagner, y, sorprendentemente, me encontré con que, entre los cientos y cientos de libros y artículos dedicados al compositor, no había ninguno que tratara su técnica de aproximación a los problemas de escenificación.
¿Quiénes fueron sus otros maestros en la Universidad?
Robert Lach fue uno. Otro, a cuya clase sobre notación bizantina acudí con escrupulosa regularidad, fue Egon Wellesz. Sólo había otro estudiante inscripto en el curso, de modo que el profesor Wellesz nos pidió que lo telefoneáramos con anticipación si no podíamos ir a clase. Como ninguno de los dos se atrevía a hacerse responsable de la cancelación de una clase, los dos nos presentábamos en cada sesión.
¿Qué otras materias estudió?
El curso de Alfred Roller sobre diseño escénico en la Escuela de Artes y Oficios. Contratado por la Ópera estatal durante el régimen de Mahler, Roller se desdobla como principal artista escénico en el teatro y como director de la escuela. Era un maestro preciso y exigente, y nunca dejó de explicar las razones prácticas que reforzaban sus propios diseños. Insistía en que sus alumnos fuesen capaces de dominar las bases de su oficio antes de lanzarse a temerarios vuelos de experimentación.
Recuerdo el primer diseño que sometí a su crítica: el montaje para el primer acto de Der Fliegende Holländer. Consistía en una sólida y empinada escalera coronada con la enorme vela roja del buque fantasma. Roller le echó una sola mirada y luego me pidió con severidad que cuidadosamente midiese la altura de la escalera que yo tan noblemente había concebido. Con toda seguridad, en mi desafortunado descuido de las líneas de visión, no me había dado cuenta de que los cantantes permanecerían invisibles hasta no haber recorrido dos tercios de la escalera.
Mi tercera escuela fue la Academia de Música, donde, además de las clases dictadas por mi padre, estudié armonía con Joseph Marx. Llegué a escribir algunas piezas del tipo de Kleine Phantasie für Grosses Orchester, pero me temo que no estaba mejor dotado para la composición que mi padre. También estudié canto con Joseph Geiringer. Pobre Geiringer: usaba el pedal en abundancia y realizaba ornamentaciones elaboradas en los acordes con el fin de acallarme mientras me abría camino a través de un vocalise. Rainer Simons, el director de la Volksoper, formaba parte también del profesorado de la Academia, enseñando actuación a los cantantes. Empezábamos en el coro y de ahí tratábamos de alcanzar las partes para solistas, progresión que casi no logro. Recuerdo especialmente una producción de la Academia de Der Freischutz. En la primera escena actuaba el papel del cazador que avanza par arrestar a Max. Me tomé la parte con tanto entusiasmo que, al poner la mano sobre el hombro del tenor, la parte superior de mi rifle tropezó con su nariz de masilla dejándola torcida por el resto de la escena. En la Cañada del Lobo, yo regresaba como uno de los espectros. En la última campanada de las doce debíamos desaparecer todos mágicamente. Por desgracia, la calavera que usaba como parte de mi vestuario me impidió escuchar la campanada de medianoche, de modo que el público, en lugar de ver una cañada desierta, disfrutó de la visión iluminada por la luna de un solitario fantasma pasando rápidamente con desesperación entre los árboles, buscando una salida entre los bastidores. Cuando finalmente lo logré, allí estaba Simons, quien me saludó con una andanada de juramentos e insultos dignos del mismo Samiel.
A pesar de los comienzos poco propicios, gradualmente empecé a hacer pequeños roles de solista, y fue entonces cuando tuve la buena fortuna de estudiar técnica escénica con Josef Turnau, el hombre que más que ningún otro me dio las bases prácticas del oficio de director. Me tomó como su asistente para la producción de la Academia de Fígaro, en la que también canté la parte de Antonio. Trabajamos con la ópera durante un año escolar completo, alternando cuatro elencos diferentes. Como puede imaginarse, ¡pronto llegué a conocer a Fígaro de atrás para adelante!
¿Pudo completar su doctorado?
Para 1925 ya había escrito mi disertación, Richard Wagner als Regisseur, y como Adler creyó que él solo no tenía competencia para juzgarla, invitó a Roller y a Joseph Gregor, director del archivo teatral de la Biblioteca Nacional, para leerla en conjunto. Con su aprobación obtuve mi doctorado. Pero la recompensa más emocionante que recibí por mis esfuerzos fue una invitación de Siegfried Wagner –a quien le había dedicado la tesis– para asistir al festival de Bayreuth como su invitado. Las primeras producciones de postguerra se venían realizando en Bayreuth bajo su dirección, y tuve la oportunidad de ver El anillo (2) completo desde el palco de la familia Wagner. Me recibió también en la Villa Wahnfried, que estaba por supuesto todavía decorada con el más bien dudoso gusto del que hacía gala el mismo compositor.
Fue una experiencia enormemente emotiva para mí, ferviente wagneriano que era, y recuerdo a Siegfried enseñándome el manuscrito de Die Meistersinger, que yacía abierto en el piano. Siegfried tenía un parecido notable con su padre y, cuando conversaba (“Papá solía decir…,” “Papá hizo esto y lo otro”), usaba el mismo áspero dialecto sajón que dicen que Wagner hablaba. Como es una especie de alemán más bien remoto del hochdeutsch, escucharlo, por más impresionante que fuera su apariencia, me ayudaba a volver a las realidades de la vida.
Habiendo aprobado su tesis y completado su plan triple de estudios, ¿cómo hizo para obtener un trabajo?
Encontrar trabajo, como cantante por lo menos, no fue problema. Había bastante más de cien teatros a lo largo de los países de habla alemana –Austria, Bohemia, Alemania y Suiza–, y los productores venían con regularidad a Viena en busca de talento joven. A comienzos de 1925, el director de la Opera Municipal de Münster me vio en el papel de Spalanzani en la producción de la Academia de Los Cuentos de Hoffmann y habló con Turnau para contratarme como cantante. Turnau lo convenció de que me tomara, en lugar de ello, como director, y se convino en que me darían una producción a prueba antes de hacer el contrato habitual.
La ópera en cuestión resultó ser Der Vampyr de Marschner, un trabajo tan dejado de lado entonces como ahora. Acepté en el acto, y sólo luego de haber empezado a estudiar la partitura desconocida para mí, me di cuenta, con creciente pánico, de que el desafío era demasiado grande. Pocas semanas antes de mi partida (y lo que parecía mi perdición), un telegrama de Münster informaba a Turnau que la producción de Vampyrhabía sido cancelada. ¿Podría yo, querría yo, llevar a cabo la puesto de otra ópera? ¡Fígaro, ni más ni menos! Turnau, siempre astuto como un zorro, dio una respuesta gruñona acerca del “poco tiempo de aviso”, pero finalmente dijo que sí, que yo estaría de acuerdo, en cambio, en abordar Fígaro. ¡Puede imaginarse la impresión que causé montando la producción entera sin siquiera echar una mirada a la partitura! Con el incontestable éxito de mi debut detrás, obtuve un contrato de tiempo completo y, a la edad de veintidós años, me vi lanzado a una carrera profesional.
Los talentos jóvenes de hoy en la ópera, no sólo cantantes sino también directores de orquesta y directores de escena, tienen constantes y crecientes oportunidades para pulir sus habilidades en todos los aspectos de la producción operística ¿No es eso un signo saludable para el futuro de la ópera?
En su mayor parte, sí. Pero puede haber cierto peligro en la producción masiva de artistas “bien pulidos”. La ópera hoy en día es superior visualmente a lo que solía ser. Cada vez más es factible ver cantantes jóvenes y bien parecidos que realmente actúan, dentro del marco de una producción bien concebida y hecha con cuidado. Pero cuanto más extendemos las superficies y dependemos de la técnica para hacer resaltar algo, más arriesgamos perder el poder real expresivo que la ópera puede ofrecer.
Pienso que tal vez hemos malentendido algo básico de los cantantes de los viejos tiempos, cuyas “fallas teatrales” recordamos con sonrisa benigna. Malos actores pueden haber sido, pero lo compensaban con el poder afectivo de su canto. Y no me refiero a la diáfana belleza de la voz. Cuando escuchamos a Caruso cantar “Se quel guerrier’ io fossi!” deberíamos quedar impresionados tanto por su clara, significativa forma de decir las palabras como por la opulencia del tono. O, por ejemplo, mi recuerdo de infancia de Schmedes en el segundo acto de Siegfried. ¿Por qué, después de todos estos años, su tratamiento de una sola frase–“Ach, möcht ich Sohn meine Mutter sehen!” (3) cantada con una voz que hacía tiempo había pasado su mejor momento– permanece tan vívidamente en mi recuerdo? Es porque, como Caruso, él sabía cómo actuar a través de un medio que estaba en el centro de su actividad artística: la voz que canta.
Ensayando con Vinay el último acto de Otello, Toscanini llegaba al punto en que el tenor contempla a la asesinada Desdémona, y repentinamente se detenía con un grito: “¡Vinay, no cante!”. Entonces, con una voz trémula y cascada, cantaba la frase él mismo: “E tu, come sei pallida…”. La importancia de estas palabras era tan impactante, transmitidas con tanto sentimiento que Vinay tenía enormes dificultades para igualar el ejemplo del maestro. Los más grandes artistas de la ópera han tenido esto en común –Lehmann, Flagstad, Melchior, Callas–: la habilidad para cantar con sentido, aunque no fuesen del todo convincentes como actores en el sentido convencional.
Por eso, al preparar hoy en día a cantantes de ópera, la técnica superficial no debe desalentar o reemplazar la expresividad que es la única raison d´etre de la ópera. En la época en que el director de orquesta dominaba la producción, había menos peligro de subestimar este factor; el punto de partida entonces podía ser resumido en esta frase: “Al principio estaba la Palabra”. En estos días, la realización de los contenidos dramáticos de la ópera está en manos del director y del diseñador. De modo que el cantante, con todo alrededor de él “viéndose bien”, es llamado cada vez menos a encontrar sus propios recursos en beneficio de la expresión.
Otro aspecto de la confianza en sí mismos que tenían los cantantes de esa época era el cuidado con que usaban sus dones. No trataban de cantar demasiado o demasiado seguido, y los días previos a una representación eran vividos en tranquila preparación para el gran acontecimiento. Estoy de acuerdo con aquellos que dicen que los cantantes de hoy tratan de obtener demasiado millaje, literal y figurativamente hablando, de sus talentos. Simplemente, no se puede volar de un compromiso a otro la mayor parte del año sin alguna pérdida en la profundidad de lo que se hace. Por eso, debemos evitar el quitarles a los jóvenes cantantes su expresividad personal, reduciéndolos a partes intercambiables y eficientes de una máquina bien aceitada.
Notas y referencias bibliográficas
(1) Reproducimos las entregas I y parte de la IV de la revista Opera News de los días 5 y 26 de febrero de 1972, respectivamente. La entrevista completa (I, II, III, IV) se encuentra publicada en la revista Seminario Lacaniano Nº7, Bs.As., 1996, págs. 8-22.
(2) Se refiere a la obra de Richard Wagner, El anillo de los Nibelungos, tetralogía que incluye El oro del Rin, La Valquiria, Sigfrido y El crepúsculo de los dioses. (T.)
(3) Esta frase aparece en el segundo acto de “Sigfrido” de Richard Wagner. “¡Ay! ¡Si hubiese podido conocer (ver) a mi madre!”; y a continuación el joven exclama: ¡Oh madre mía! ¡Mujer al fin! (Meine Mutter – ein Menschenweib!). Ver C.J.Duverges, Sigfrido, Institución Internacional Wagner-Argentina, Ediciones de Arte Gaglionone, Bs. As., 1983, pág. 161.