Gustavo Dessal
Durante siglos, la función esencial de la
figura paterna ha consistido en favorecer el desprendimiento del niño o
niña de la gozosa inmediatez del cuerpo de la madre. Mientras el
cristianismo elevó la imagen materna a la categoría de la pureza
sublime, el psicoanálisis descubrió en ella la voracidad del cocodrilo, y
a la función paterna le cabe la tarea de impedir que la progenitora se
aferre demasiado a su retoño. Un padre sirve fundamentalmente para poner
un límite a la tendencia de la madre a proseguir el eterno idilio con
su bebé, y también para que el pequeño deje algún día de deleitarse con
la teta y el chupeteo del pulgar. La posibilidad de obtener un goce de
su propio cuerpo y prescindir de todo interés por lo que el mundo
exterior aporta es una característica inherente al único animal que
habla. Quien se resista a admitir lo anterior, le sugiero: 1) un
experimento de observación antropológica en un centro comercial para
observar a las madres que acompañan a sus hijos varones treintañeros
para elegirles los calzoncillos; 2) contar en un vagón de metro cuántas
personas están pegadas al placer autoerótico de toquetear el móvil,
mientras mantienen las orejas abrigadas con diversos modelos de
auriculares que hacen imposible preguntarles si bajan en la próxima
estación.
Desde los inicios en el campo del
psicoanálisis, Jacques Lacan se interesó en las transformaciones de la
cultura, y el modo en que la incidencia masiva del discurso científico
en la vida humana transformaría las estructuras sociales. En su obra Los complejos familiares en la formación del individuo,
hizo la observación de que la modernidad se caracterizaba por la
declinación de la imagen paterna como una crisis psicológica cuyas
consecuencias podían ser leídas tanto en el plano de los trastornos
neuróticos y psicóticos, como en el seno mismo de la política. Muchos
celebran la caída del padre, y otros reclaman su retorno bajo la forma
de amos feroces. En su magistral novela Pastoral Americana,
Philip Roth ha plasmado de manera insuperable el drama de la paternidad
en la sociedad moderna. Seymour Irving Levov, el protagonista, es el
prototipo del ideal americano. Atlético, deportista, brillante
universitario, hijo devoto y marido ejemplar, cumple con todas las
aspiraciones que han recaído sobre él. Continúa el negocio familiar
multiplicando su riqueza, y como fruto de su unión con una mujer de
belleza deslumbrante nace Merry, una niña predestinada a prolongar la
saga del éxito, la fortuna y todo el conjunto de los ideales familiares.
Pero desde el comienzo, el retoño da pequeñas muestras de
comportamiento que decepcionan en parte las expectativas de los
progenitores y los abuelos. En la temprana infancia, Merry manifiesta
una variedad de trastornos en la alimentación. Más tarde se vuelve
tartamuda, y por lo tanto tímida y ligeramente hostil al trato social.
Pero Seymour Levov mantiene su fe y su confianza inquebrantables. Todo
habrá de superarse, y no escatima esfuerzos para poner remedio a los
problemas de Merry. Psicólogos, psicopedagogos, foniatras, toda clase de
especialistas son convocados al servicio de enmendar el desarreglo, el
misterioso e incomprensible factor que ha torcido la trayectoria de
Merry, dibujada en el cielo del deseo de sus padres.
Merry llega por fin a la adolescencia, una época en la que los Estados
Unidos ha entrado en la guerra de Vietnam. La joven se manifiesta
claramente en contra, repudia todas las insignias y los símbolos
patrios: la bandera, los políticos, el concepto de estado, y pulveriza
dialécticamente cada uno de los valores en los que se asienta la
democracia americana. Su padre es un pacifista, le disgusta la guerra
pero confía en su país, critica a Johnson pero no se atreve a cuestionar
el sistema, porque la estructura del sistema es al mismo tiempo la del
mundo feliz que ha querido construir con su esfuerzo, su honradez y su
entrega absoluta a los suyos. “Soy el hombre más afortunado del mundo”,
repite, “y soy afortunado debido a una sola palabra, la palabrita más
grande que existe: la familia”. Al mismo tiempo, su sensibilidad y su
instinto le hacen percibir que la virulencia del discurso de su hija se
dirige subrepticiamente hacia él, que es a él a quien ella quiere
destituir, incluso destruir, presa de un odio y una ferocidad que
preanuncian la tragedia. Merry, que en los últimos meses se ha vinculado
a un grupo radical clandestino, coloca una bomba en una estafeta de
correos y mata a dos personas. Luego desaparece sin dejar rastro. A
partir de ese momento, asistimos al desmoronamiento de Seymour Irving
Levov, quien no dejará de preguntarse a sí mismo qué es lo que ha
fallado. Seymour Levov es la figura trágica de la decadencia de la
imagen paterna, en una civilización que ha perdido el sentido de la
tragedia. Esa imagen paterna condensa un mundo de símbolos que durante
siglos han mantenido la ficción de que existe una garantía de la ley,
del sentido y de la verdad, un mundo de símbolos a los que se atribuía
el poder de domesticar los impulsos más primarios del sujeto, y ponerlos
al servicio del deseo, del amor, del lazo social y de la sublimación.
Para el psicoanalista no se trata de reivindicar la función paterna,
sumándose a las voces nostálgicas que añoran el retorno imposible de una
estructura familiar que comienza a extinguirse. Por otra parte, la
función paterna no debe confundirse con la realidad de un padre,
biológico o adoptivo. Una madre soltera puede muy bien transmitir esa
función por el simple hecho de que su vida, su deseos y sus pasiones no
se agoten en la satisfacción que obtiene del ejercicio de su maternidad.
Adivino la inquietud de algunos lectores. Por lo tanto, apresurémonos a
subrayar que la maternidad también puede ser ejercida por un hombre,
sin duda, y también en ese caso algo tendrá que operar para que la dupla
alguna vez se separe. Lo mismo vale para una pareja de mujeres que
consiguen un niño o niña bajo la modalidad que sea. Madre y padre no son
simples personas, sino funciones simbólicas que, como en las
matemáticas, admiten distintas variables, mal que le pese a la Iglesia
Católica y a sus acólitos, que nunca se llevaron muy bien ni con el
psicoanálisis ni con los matemáticos.
La
modernidad consiste en que los padres tengan que acudir a toda clase de
expertos y charlatanes para aprender a ejercer un oficio desprestigiado y
caduco. Lejos de respaldarse en el ejercicio de los límites que impiden
al hijo volverse loco, o tirano o desgraciado, los infelices padres
están convencidos de que no hay nada mejor que colmar a sus retoños de
teléfonos inteligentes para que no se sientan traumatizados. Por
supuesto, los pobres no tienen la culpa, porque viven en un mundo
dominado por el discurso del mercado (al que los políticos de toda
calaña sirven) que los invita a no poner freno a las satisfacciones, y a
progresar en la vida siguiendo el modelo que Darwin propuso para
explicar la evolución de las especies. Desorientados, los padres son las
primeras víctimas de un mundo en el que lo ético se disuelve en el
cambalache de la perversión globalizada. El resultado está a la vista:
cuando todo está permitido, a los hijos solo les queda elegir entre el
aburrimiento o la nada.http://www.eldiario.es/Kafka/Disparen-papa_0_94140661.html
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