domingo, 31 de março de 2013

VI ENAPOL Boletín #13 CUERPOaTEXTO / CORPOaTEXTO - Argumento de Jacques-Alain Miller





VI ENAPOL Boletín #13 CUERPOaTEXTO / CORPOaTEXTO - Argumento de Jacques-Alain Miller
(Castellano y Portugués)

Un boletín histórico: hace dos años, Jacques-Alain Miller propuso en el cierre del Encuentro europeo, el PIPOL V, el siguiente título para el próximo Encuentro: "Hablar con el cuerpo". Leonardo Gorostiza, Presidente de la AMP, decidió hacer nuestra esa propuesta.
Encontrarán aquí los fundamentos del título, y los fundamentos de nuestro Encuentro.
Este texto, nunca editado aún en América, pasa a ser así el Argumento del VI ENAPOL, junto con el texto de Eric Laurent que inició nuestro trabajo.
Agradecemos a la Revista El psicoanálisis de España que nos lo haya facilitado.


Un anuncio. A partir de ahora, nuestro boletín se desdobla: CUERPOaTEXTO y TEXTOaCUERPO.

En CUERPOaTEXTO, encontrarán las informaciones de la organización del ENAPOL. Serán breves, les recordarán lo que ya saben o les informarán algo nuevo.
En TEXTOaCUERPO, continuaremos el debate, ya iniciado por varios autores interesados en los ejes del ENAPOL. Ese debate está abierto: esperamos vuestras contribuciones. Deben ser textos breves, de 3000 a 4000 caracteres máximo, que se publicarán en este boletín.


Conclusión de PIPOL V
Jacques-Alain Miller

Nos reencontraremos dentro de dos años en Pipol 6. Y, tal y como sucede hoy, será en torno a una fórmula. El significante que nos ha reunido aquí es el de la salud mental. La cuestión es saber cuál será el significante que le dará continuidad en 2013. Voy a dar cuenta de mis reflexiones a este propósito, en el momento de clausura de este Congreso.

La salud mental, seamos francos, no nos la creemos. Si, no obstante, hemos usado ese término, es porque nos ha parecido que podía mediar entre el discurso analítico y el discurso común, el de la masa. Por eso, el eco que el tema del Congreso ha tenido en la prensa belga muestra bien que este punto de vista estaba bien pensado. Todo el mundo comprende lo que hemos puesto en cuestión. Aunque evidentemente para llegar hasta ahí hemos tenido que obrar con astucia. Hemos ubicado el término de salud mental en una pregunta de la que ya teníamos la respuesta. No, la salud mental no existe; se sueña con ella, es una ficción. A esa pregunta, teníamos nuestra respuesta.

Cada uno tiene su vena de loco y lo hemos testimoniado al ubicar esa vena de locura en nuestra práctica, y no en nuestro paciente sino en nosotros, analistas, terapeutas. Es como una lección que nos hemos dado a nosotros mismos. Una lección que estaría bien no olvidar en lo sucesivo: en psicoanálisis, el caso clínico no existe, no más que la salud mental. Exponer un caso clínico como si fuera el de un paciente es una ficción; es el resultado de una objetividad que es fingida porque estamos implicados aunque más no sea por los efectos de la transferencia.

Estamos dentro del cuadro clínico y no sabríamos descontar nuestra presencia ni prescindir de sus efectos. Tratamos, sin duda, de comprimir esa presencia, de esmerilar sus particularidades, de alcanzar el universal de lo que llamamos el deseo del analista. Y el control, la práctica de lo que se llama la supervisión, sirve para eso: para lavar las escorias remanentes que interfieren en la cura. Pero, desde el momento en que conseguimos borrar lo que nos singulariza como sujeto, entonces es el analizante el que sueña, el que nos sueña a nosotros, su interlocutor, con los rodeos de su fantasma y con la identidad que atribuye a ese interlocutor, que no sabrían no figurar en el cuadro.

En una palabra, eso os obliga a pintaros a vosotros mismos en el cuadro clínico. Es como Velázquez, cuando se representa a sí mismo, con el pincel en la mano, junto a los demás seres con los que puebla la tela de Las Meninas, y que es algo que produce desorientación. Porque está claro que él no se puede situar a menos que sea vea plasmado como dividido. Saben que es un cuadro que llamó la atención de Lacan siguiendo la estela de Michel Foucault. Diría que, en psicoanálisis, todo caso clínico debería tener la estructura de Las Meninas. Y continuaré el apólogo hasta llegar a señalar que lo que nos ofrece el cuadro de Velázquez, el que podemos ver en Madrid pero también en una reproducción, es lo que ve el amo, a saber, la pareja real, pero precisamente un amo que no está representado, que está como esfumado, como desvanecido, como degradado en el reflejo que se perfila al fondo del cuadro; de ese amo no queda sino su lugar, ese lugar mismo al que todo el que llega, cada espectador, viene a inscribirse.

Y bien, diría que pasa igual que en la experiencia analítica, el lugar del amo subsiste ciertamente, pero el amo no está ahí para ocuparlo.

¿Qué queda de la salud mental cuando el amo ya no está?

La inexistencia de salud mental en el hombre no ha cesado de ser deplorada por la filosofía. Lo han dibujado como siervo de sus ilusiones, de sus pasiones, de sus apetitos. Lo han pintado fundamentalmente desequilibrado para afanarse por restituirle el orden y la medida. Antiguamente, a la salud mental se le llamaba sabiduría o virtud. Para establecerla, se la ponía en relación con el amor por el otro, con el amor por el Otro divino. Lo que no era una mala idea porque podríamos decir que la salud mental es una idea teológica que supone la buena voluntad de la naturaleza, una benevolencia que se abría hacia el bienestar y la salud de todo aquello que existe. Sin embargo, basta con recorrer la inmensa literatura a la que acabo de aludir de manera rápida, para caer en la cuenta de que esa salud mental supone siempre algo que viene a dominar una parte del alma, su parte racional o divina. La salud mental tiene que ver, desde siempre, con el discurso del amo y es, desde siempre, un asunto de gobierno. Y es su destino inmemorial el que viene a consumarse hoy día mediante su directa toma en consideración por parte de todos los aparatos de dominio político. El dominio de la parte racional del alma toma hoy día la forma del discurso de la ciencia y es a través de la ciencia como el amo promueve la salud mental y se preocupa de protegerla, de restablecerla, de difundirla entre lo que se llaman las poblaciones, un término que David Tarizzo hacía resonar de manera potente hace un momento en esta sala.

Se piensa que la ciencia concuerda con lo real y que el sujeto también es apto para concordarse con su cuerpo y con su mundo como haría con lo real. El ideal de la salud mental traduce el inmenso esfuerzo que hoy día se hace para llevar a cabo lo que llamaré una "rectificación subjetiva de masas" destinada a armonizar al hombre con el mundo contemporáneo, dedicada en suma a combatir y a reducir lo que Freud nombró, de manera inolvidable, como el malestar en la cultura. Desde Freud, ese malestar ha crecido en tales proporciones que el amo ha tenido que movilizar todos sus recursos para clasificar a los sujetos según el orden y los desórdenes de esta civilización. Ahora es como si la enfermedad mental estuviera por todos lados; en todos los casos, lo psy se ha convertido ya en un factor de la política. A lo largo de los últimos años, en los países que interesan a este Congreso, el discurso del amo ha penetrado de manera profunda en la dimensión psy, en el campo llamado de lo mental. El acceso a los psicotropos está ya ampliamente conseguido y la psicoterapia se expande en sus modos autoritarios. Se trata siempre de un aprendizaje del control.

Este dominio, que ayer escapaba en gran parte a los gobiernos, es objeto ahora de regulaciones con exigencias cada vez más grandes. Eso va paralelo al reconocimiento público del psicoanálisis pero con la intención, aunque sea desconocida para sus promotores, de desvirtuarlo.

Sin embargo, por pequeña que sea su voz en el estruendo contemporáneo, el discurso analítico hace objeción y no carece de potencia. La potencia del discurso analítico viene, de entrada, de que es desmasificante; y a medida que la masificación se extiende y crece, crece también la aspiración a esa desmasificación. La exigencia de singularidad de la que el discurso analítico hace un derecho está de entrada porque procede uno por uno. Diría que eso lo hace acorde con el individualismo democrático que difunde la civilización contemporánea. Se hablaba antiguamente de "indicaciones para el psicoanálisis" cuando se pensaba que se podían seleccionar a los sujetos en función de su aptitud clínica para el discurso analítico. Ese tiempo ya pasó. Hoy día, ser escuchado por un psicoanalista equivale a un derecho del hombre. Le toca al psicoanalista arreglárselas con eso y modelar su práctica con respecto a lo que se le requiere. El psicoanálisis acompaña al sujeto en lo que éste plantea como protestas contra el malestar en la civilización. Para la ocasión, se hace acompañar de lo que de mejor tienen el humanismo o la religión. Cualquiera sabe hoy día que encontrará en el psicoanálisis una ruptura con las órdenes conformistas que le apremian por doquier. Cualquiera sabe que si acude al discurso analítico, este discurso se pondrá en marcha para él solo: para él, el Uno solo, como decía Lacan, separado de su trabajo, de su familia, de sus amigos y de sus amores. Lo que el sujeto encuentra en el psicoanálisis es su soledad y su exilio. Sí, su estatuto de exiliado al respecto del discurso del Otro. No es el Otro con una A mayúscula el que está en el centro del discurso analítico, es el Uno solo.

Lacan, sin duda, comenzó a ordenar la experiencia analítica por el campo del Otro, pero fue para demostrar que, en definitiva, ese Otro no existe, no más que la salud mental. Lo que existe es el Uno solo. Un psicoanálisis comienza por ahí, por el Uno solo, cuando uno no tiene más remedio que confesarse exiliado, desplazado, indispuesto, en desequilibrio en el seno del discurso del Otro. En un análisis, se busca un otro del Otro que, esta vez, uno tenga el placer de inventar a su medida, otro supuesto saber lo que atormenta al Uno solo. Por eso, nosotros sabemos que este Otro está destinado a disiparse, a desvanecerse hasta que sólo quede el Uno solo; instruido ya sobre lo que le atormenta, esclarecido como decimos, sobre el sentido de sus síntomas.

¿Diría pues que, al término de la experiencia analítica, ya no soy incauto al respecto de mi inconsciente y de sus artificios? Y eso porque ¿el síntoma, una vez descargado de su sentido no por eso deja de existir aunque bajo una forma que ya no tiene más sentido? Daré un paso más en la ironía en la que me he comprometido si digo que esa es la única salud mental que soy capaz de conseguir. Supone, precisamente, que advenga al campo en el que lo mental se haya desvanecido para dejar desnudo lo real. Para alcanzar ese campo, ese campo último, hay que haber franqueado lo imaginario, lo mental de lo imaginario. Lo mental de lo imaginario está siempre condicionado por la percepción de la forma del semejante. Es esa la unidad fundamental. Evito el chiste "funda-mental" porque no se traduce a todas las lenguas. Esta es la unidad fundamental que Lacan ilustra con el estadio del espejo.

Para Aristóteles, el alma es la unidad supuesta de las funciones del cuerpo y ésta es la que nosotros traducimos en la experiencia del espejo como un alma especular. Se encuentra siempre transitada por una tensión esencial en la que se intercambian sin cesar los lugares del amo y del esclavo. En el estadio del espejo arraigan a la vez la prevalencia del discurso del amo y su paranoia territorial, que hacen del yo una instancia grosera de delirio que no sabría reducir ninguna rectificación autoritaria. Pero, sin embargo, para alcanzar el campo que llamo "campo último", también hay que atravesar lo simbólico y lo mental de lo simbólico. Lo mental de lo simbólico es la refracción del significante en el alma especular. A esa refracción es a lo que se llama el significado. A ese significado esencialmente huidizo, nubloso, indeterminado, metonímico y susceptible sin duda de dar lugar a metáforas y efectos de significación, se le puede llamar el pensamiento.

Su pensamiento, el mío, tiene su rutina, gira en redondo, se le reprime, retorna. Se dice que es el inconsciente cuando se lo descifra y entonces se dice, en el desciframiento, que se alcanza una verdad. Pero, ¡atención, se trata siempre de sentido, es decir de mental, de ideas que os hacéis! Por eso Lacan ha unido con un lazo esencial la verdad con la mentira. El campo último al que me refiero está más allá de la mentira de lo mental. La parte más opaca de lo que Freud llamaba la libido se descubre precisamente ahí. Ese sentido de la libido es el deseo. El deseo está articulado a lo simbólico; se desprende de los significantes como siendo sus significados. Enloquece el alma especular, anima los síntomas. Sin embargo, un análisis introduce una deflación del deseo, que se desinfla y se estaciona como sucede con ese semblante que llamamos el falo y que sirve para pensar la relación entre los sexos. Pero, tanto el deseo como la relación sexual son verdades mentirosas, mentiras de lo mental. Debajo del deseo, una vez atravesada su pantalla fantasmática, hay lo que no miente sin que sea una verdad. Es lo que llamamos goce. El deseo es el sentido y el semblante de la libido, su mentira mental. El goce es lo que de la libido es real. Es el producto de un encuentro azaroso del cuerpo y del significante. Ese encuentro mortifica el cuerpo pero también recorta una parcela de carne cuya palpitación anima todo el universo mental. El universo mental no hace sino refractar indefinidamente la carne palpitante a partir de las más carnavalescas maneras y también la dilata hasta proporcionarle la forma articulada de esa ficción mayor que llamamos el campo del Otro.

Comprobamos que ese encuentro marca el cuerpo con una traza inolvidable. Es lo que llamamos acontecimiento de cuerpo. Este acontecimiento es un acontecimiento de goce que no vuelve nunca a cero. Para hacer con ese goce hace falta tiempo, tiempo de análisis. Y sobre todo, para hacerse con ese goce, sin la muleta, la pantalla y los artificios del inconsciente simbólico y sus interpretaciones. Por eso hablamos de que se trata del inconsciente real, el que no se descifra. El que, por el contrario, motiva el cifrado simbólico del inconsciente. Ese cuerpo no habla sino que goza en silencio, ese silencio que Freud atribuía a las pulsiones; pero sin embargo es con ese cuerpo con el que se habla, a partir de ese goce fijado de una vez por todas. El hombre habla con su cuerpo. Lacan lo dice, el ser hablante por naturaleza. Pues bien, ese cuerpo que no habla pero que sirve para hablar, ese cuerpo como medio de la palabra, es justamente el que se empareja, en rigor, con la salud mental que no existe. Si la salud mental no existe es porque el cuerpo gozante, la carne, excluye lo mental al mismo tiempo que lo condiciona, lo enloquece y lo extravía. Si el hombre ha inventado la relación sexual es para velar el horror de esa carne recorrida por un estremecimiento que no cesa y que es lo que es, como decía Angelus Silesius: sin por qué.

A ese "hablar con su cuerpo" lo traiciona cada síntoma y cada acontecimiento de cuerpo. Ese hablar con su cuerpo está en el horizonte de toda interpretación y de toda resolución de los problemas del deseo. Lo sabemos, los problemas del deseo pueden ser puestos en forma de ecuación; lo sabemos desde Lacan, que se esforzó por hacerlo. Y esta ecuación tiene, sin dudas, soluciones, que son lo que Lacan llamó el pase.

Sin embargo, el goce a nivel del inconsciente real no sabría ser ubicado en una ecuación y permanece insoluble. Freud lo supo antes de que Lacan lo anunciara. Hay siempre un resto con los síntomas. Por eso no hay un final absoluto para un análisis, que dura tanto como lo insoluble siga siendo insoportable. Se acaba cuando el hombre encuentra ahí una satisfacción sin más.

Hasta aquí pues lo que he podido extraer, torturándome los sesos, de una reflexión sobre la inexistencia de la salud mental; hablando con propiedad, lo que se empareja con el significante es "hablar con el cuerpo". Es posible que este asunto sea muy difícil para PIPOL VI, ustedes dirán. Pero si es así, no teman, encontraremos otra cosa. Espero, pues, sugerencias.

Traducción: Jesús Ambel
Texto establecido por Yves Vanderveken




--------------------------------------------------------------------------------



Argumento de Jacques-Alain Miller



Um boletim histórico: Jacques-Alain Miller propôs, há dois anos, ao final do Encontro europeu, o V Pipol, o seguinte título para o próximo Encontro: "Falar com o corpo". Leonardo Gorostiza, presidente da AMP, fez nossa essa proposta.
Vocês irão encontrar, aqui, os fundamentos do título e os fundamentos de nosso Encontro.
Este texto, não publicado na América torna-se, assim, o Argumento do VI ENAPOL, juntamente com o texto de Eric Laurent que deu início ao nosso trabalho.
Agradecemos ao Jornal El Psicoanálisis, da Espanha, seu favorecimento.


Um aviso. A partir de agora, o nosso boletim se desdobra: CUERPOaTEXTO e TEXTOaCUERPO.

Em CUERPOaTEXTO vocês encontrarão informações da organização do ENAPOL. Ele será breve, relembrará o que já sabem ou informará algo novo.
Em TEXTOaCUERPO, continuaremos a discussão iniciada por vários autores interessados nos eixos do ENAPOL. Esse debateestá aberto: esperamos suas contribuições. Para serem publicados neste boletim, os textos devem ser curtos, máximo de 3000 a 4000 caracteres.



Conclusão do PIPOL V
Jacques-Alain Miller

Nós nos reencontraremos dentro de dois anos, no Pipol 6. E, tal como hoje, será em torno de uma fórmula. O significante que nos reuniu aqui é o da saúde mental. A questão é saber qual será o significante que lhe dará continuidade, em 2013. Vou explicar minhas reflexões a este respeito no encerramento deste Congresso.

A Saúde mental, sejamos francos, nela não cremos. Se nós utilizamos o termo é porque, todavia, nos pareceu que ele podia mediar o discurso analítico e o discurso comum, o da massa. Por isso, o eco que o tema do Congresso teve na imprensa belga mostra bem que este ponto de vista estava bem pensado. Todo mundo compreende o que colocamos em questão. Ainda que, evidentemente, para chegar até aí tivemos que trabalhar com astúcia. Localizamos o termo saúde mental em uma pergunta para a qual já tínhamos a resposta. Não, a saúde mental não existe. Sonha-se com ela, é uma ficção. Para essa pergunta tínhamos nossa resposta.

Cada um tem sua veia de louco e o testemunhamos ao localizar essa veia de loucura em nossa prática, não em nosso paciente, mas, em nós mesmos, analistas, terapeutas. É como uma lição que nos demos a nós mesmos. Uma lição que é bom não esquecer daqui pra frente: em psicanálise, o caso clínico não existe, não mais que a saúde mental. Expor um caso clínico como se fosse de um paciente é uma ficção; é o resultado de uma objetividade que é fingida porque estamos implicados, ainda que seja pelos efeitos da transferência.

Estamos dentro do quadro clínico e não saberíamos abater nossa presença nem prescindir de seus efeitos. Tratamos, sem dúvida, de comprimir essa presença, de esmerilhar suas particularidades, de alcançar o universal do que chamamos o desejo do analista. E o controle, a prática do que se chama supervisão serve para isso: para lavar as escórias remanescentes que interferem no tratamento. Mas, a partir do momento que conseguimos apagar o que nos singulariza como sujeito, então é o analizante quem sonha; quem sonha conosco, seu interlocutor, com os rodeios de seu fantasma e com a identidade que atribui a esse interlocutor, que não saberiam não figurar no quadro.

Em uma palavra, isso lhes obriga a pintar vocês mesmos no quadro clínico. É como Velázquez, ao representar a ele mesmo, com o pincel na mão, junto aos demais seres, com que povoa a tela As Meninas, o que é algo que produz desorientação. Isso porque, fica claro que ele não pode se situar a não ser que veja retratado como dividido. Vocês sabem que é um quadro que chamou a atenção de Lacan, seguindo a esteira de Michel Foucault. Eu diria que, em psicanálise, todo caso clínico deveria ter a estrutura de As meninas. E continuarei o apólogo até chegar a assinalar que aquilo nos oferece o quadro de Velázquez, aquele que podemos ver em Madri, mas, também em uma reprodução, é o que vê o mestre. A saber, a parceria real, precisamente um mestre não representado, esfumado, esvanecido, degradado no reflexo que se perfila ao fundo do quadro; desse mestre não fica mais que seu lugar, lugar em que cada espectador, tudo o que chega se inscreve.

Bem, eu diria que acontece o mesmo na experiência analítica. O lugar do mestre subsiste, mas, o mestre não está ali para ocupá-lo.

O que resta da saúde mental quando o mestre já não está?

A filosofia não cessou de deplorar inexistência da saúde mental no homem. Ele foi desenhado como servo de suas ilusões, de suas paixões, de seus apetites. Ele foi pintado fundamentalmente desequilibrado, no empenho de restituir-lhe a ordem e a medida. Antigamente a saúde mental se chamava sabedoria ou virtude. Para estabelecê-la a colocavam em relação com o amor pelo outro, com o amor pelo Outro divino. O que não era má ideia, porque poderíamos dizer que a saúde mental é uma ideia teológica que supõe a boa vontade da natureza, benevolência que se abria em direção ao bem estar e a saúde de todo aquele que existe. Basta percorrer, no entanto, a vasta literatura a que rapidamente acabo de aludir, para inteirar-se que essa saúde mental sempre supõe, sempre, algo que vem dominar uma parte da alma, sua parte racional ou divina. A saúde mental tem a ver, desde sempre, com o discurso do mestre e é, desde sempre, um assunto de governo. E é seu destino imemorável o que se consuma, hoje em dia, a partir da consideração que lhe é dada por parte de todos os aparatos de domínio político. O domínio da parte racional da alma adquire, hoje, a forma do discurso da ciência. E, é através da ciência que o mestre promove a saúde mental e se preocupa em protegê-la, restabelecê-la, difundi-la entre o que chama populações, termo que David Tarizzo fazia ressoar, de modo potente, instante atrás nesta sala.

Pensa-se que a ciência concorda com o real e que o sujeito também é apto para concordar com seu corpo e com seu mundo, como faria com o real. O ideal da saúde mental traduz o imenso esforço que, hoje em dia, é feito para levar a cabo o que chamarei de "retificação subjetiva de massas", destinada a harmonizar o homem com o mundo contemporâneo. E dedicada, em suma, a combater e a reduzir o que Freud nomeou, de maneira inesquecível, de mal estar na cultura. Desde Freud esse mal estar cresceu, em tais proporções, que o mestre teve que mobilizar todos seus recursos para classificar os sujeitos segundo a ordem e as desordens desta civilização. Agora é como se a enfermidade mental estivesse por todos os lados; em todos os casos, o psi já se converteu em fator da política. Ao longo dos últimos anos, nos países que interessam a este Congresso, o discurso do mestre penetrou de maneira profunda na dimensão psi, no campo chamado de mental. Já se consegue o amplo acesso aos psicotrópicos, e a psicoterapia se expande em seus modos autoritários. Trata-se, sempre, de uma aprendizagem do controle.

Este domínio, que ontem escapava em grande parte aos governos, agora é objeto de regulações com exigências cada vez maiores. Isso acontece paralelamente ao reconhecimento público da psicanálise, mas, com a intenção de desvirtuá-la, ainda essa seja desconhecida por seus promotores.

O discurso analítico, no entanto, por pequena que seja sua voz no estrondo contemporâneo, faz objeção e não carece de potência. Sua potência é dada, de saída, pelo fato de que ele não é massificador; e, à medida que a massificação se estende e cresce, cresce também a aspiração e a não massificação. A exigência de singularidade, que o discurso analítico torna um direito, está dada de saída, porque ele age um a um. Eu diria que isso o faz harmônico com o individualismo democrático que difunde a civilização contemporânea. Falava-se, antigamente, de "indicações para a psicanálise" quando se pensava que era possível selecionar os sujeitos em função de sua aptidão clínica para o discurso analítico. Este tempo passou. Atualmente, ser escutado por um psicanalista equivale a um direito do homem. Cabe ao psicanalista arranjar-se com isso e modelar sua prática em relação ao que lhe é requerido. A psicanálise acompanha o sujeito no que ele delineia como protestos contra o mal estar na civilização. Para essa ocasião se faz acompanhar do que melhor têm o humanismo ou a religião. Qualquer um sabe, hoje em dia, que encontrará na psicanálise uma ruptura com as ordens conformistas que urgem por todas as partes. Qualquer um sabe que, se acudir ao discurso analítico, este discurso se colocará em marcha somente para ele: Para ele, o Um sozinho, como dizia Lacan, separado de seu trabalho, de sua família, de seus amigos e seus amores. O que o sujeito encontra na psicanálise é sua solidão e seu exílio. Sim, seu estatuto de exilado em relação ao discurso do Outro. Não é o Outro com A maiúscula o que está no centro do discurso analítico, é o Um sozinho.

Sem dúvida Lacan começou a ordenar a experiência analítica pelo campo do Outro, mas, isso foi para demonstrar que, definitivamente, esse Outro não existe, não mais que a saúde mental. O que existe é o Um sozinho. Uma análise começa por ai, pelo Um sozinho, quando alguém não tem mais remédio que se confessar exilado, deslocado, indisposto, em desequilíbrio no seio do discurso do Outro. Em uma análise busca-se um outro do Outro, que desta vez alguém tenha o prazer de inventar, à sua medida, outro suposto saber o que atormenta o Um sozinho. Por isso, nós sabemos que este Outro está destinado a dissipar-se, a esvanecer-se até que somente reste o Um sozinho; já instruído sobre o que lhe atormenta, esclarecido, como dizemos, acerca do sentido de seus sintomas.

Poder-se-ia dizer, portanto, que ao final da experiência analítica já não sou incauto em relação a meu inconsciente e seus artifícios? E isso porque o sintoma, uma vez esvaziado de seu sentido nem por isso deixa de existir, ainda que sob uma forma que já não tem mais sentido? Darei um passo a mais na ironia em que me comprometi se digo que essa é a única saúde mental que sou capaz de conseguir. Supõe, precisamente, que advenha o campo em que o mental tenha esvaziado para deixar o real nu. Para alcançar esse campo, esse campo último, há que se franquear o imaginário, o mental do imaginário. O mental do imaginário está sempre condicionado pela percepção da forma do semelhante. É essa a unidade fundamental. Evito o chiste "funda-mental" porque ele não se traduz para todas as línguas. Esta é a unidade fundamental que Lacan ilustra com o estádio do espelho.

Para Aristóteles, a alma é a unidade suposta das funções do corpo, e esta é a que nós traduzimos na experiência do espelho como uma alma especular. Ela se encontra sempre transitada por uma tensão essencial na qual se intercambiam, sem cessar, os lugares do mestre e do escravo. No estádio do espelho se arraigam, por sua vez, a prevalência do discurso do mestre e sua paranoia territorial, que fazem do eu uma instância grosseira de delírio que não saberia reduzir nenhuma retificação autoritária. Mas, para alcançar o campo que chamo "campo último", também há que atravessar o simbólico e o mental do simbólico. O mental do simbólico é a refração do significante na alma especular. A essa refração é o que se chama significado. A esse significado essencialmente fugidio, nebuloso, indeterminado, metonímico e susceptível, sem dúvida, a dar lugar a metáforas e efeitos de significação, se pode chamar pensamento.

Seu pensamento, o meu, tem sua rotina, gira redondamente, é reprimido, retorna. Diz-se que é o inconsciente quando é decifrável e se diz, então, que no deciframento se alcança uma verdade. Mas, atenção! Trata-se sempre de sentido, ou seja, de mental, de ideias que produzem! Por isso Lacan uniu com um laço essencial a verdade com a mentira. O campo último a que me refiro está mais além da mentira do mental. A parte mais opaca do que Freud chamava libido se descobre precisamente aí. Esse sentido da libido é o desejo. O desejo está articulado com o simbólico; ele se solta dos significantes como seus significados. Enlouquece a alma especular, anima os sintomas. Uma análise, no entanto, introduz uma deflação do desejo, que se desinfla e estaciona como acontece com esse semblante que chamamos falo, e que serve para pensar a relação entre os sexos. Mas, tanto o desejo como a relação sexual são verdades mentirosas, mentiras do mental. Debaixo do desejo, uma vez atravessada sua tela fantasística, há o que não mente sem que seja uma verdade. É o que chamamos gozo. O desejo é o sentido e o semblante da libido, sua mentira mental. O gozo é o que da libido é real. É o produto de um encontro perigoso do corpo com o significante. Esse encontro mortifica o corpo, mas, também recorta uma parcela de carne cuja palpitação anima todo o universo mental. O universo mental não faz senão refratar, indefinidamente, a carne palpitante a partir das mais carnavalescas maneiras e, também a dilata até proporcionar-lhe a forma articulada dessa ficção maior que chamamos o campo do Outro.

Comprovamos que esse encontro marca o corpo com um traçado inesquecível. É o que chamamos acontecimento de corpo. Este acontecimento é um acontecimento de gozo que não volta jamais ao zero. Para saber fazer com esse gozo é preciso tempo, tempo de análise. E, sobretudo, para saber fazer com esse gozo sem a muleta, a tela e os artifícios do inconsciente simbólico e suas interpretações. Por isso falamos que se trata de inconsciente real, o que não se decifra. Aquele que, pelo contrário, motiva o ciframento simbólico do inconsciente. Esse corpo não fala, goza em silêncio, nesse silêncio que Freud atribuía às pulsões; mas, é com esse corpo com que se fala a partir desse gozo fixado de uma vez por todas. O homem fala com seu corpo. Em expressão de Lacan, ele é ser falante por natureza. Pois bem, esse corpo que não fala, mas serve para falar, esse corpo como meio da palavra, é justamente o que se emparelha, a rigor, com a saúde mental que não existe. Se a saúde mental não existe é porque o corpo gozante, a carne, exclui o mental ao mesmo tempo em que o condiciona, o enlouquece, o extravia. Se o homem inventou a relação sexual, é para velar o horror dessa carne percorrida por um estremecimento que não cessa, que é o que é, como dizia Angelus Silesius: sem porquê.

Esse "falar com seu corpo" é traído por cada sintoma e cada acontecimento de corpo. Esse falar com o seu corpo está no horizonte de toda interpretação e de toda resolução dos problemas do desejo. Os problemas do desejo, como sabemos, podem ser colocados em forma de equação; sabemos disso desde Lacan, que se esforçou para fazê-lo. E essa equação tem, sem dúvidas, soluções que são o que Lacan chamou o passe.

O gozo no nível do inconsciente real, todavia, não teria como ser situado em uma equação e permanece insolúvel. Freud soube disso antes que Lacan o anunciara. Há sempre um resto com os sintomas. Por isso não há final absoluto para uma análise, que durará tanto quanto o insolúvel continue sendo insuportável. Ela acaba quando o homem simplesmente encontra ai uma satisfação.

Até aqui está, portanto, o que pude extrair de uma reflexão sobre a inexistência da saúde mental, torturando-me os miolos; falando com propriedade, o que se emparelha com o significante é "falar com o corpo". Vocês poderão dizer que esse assunto é muito difícil para o PIPOL VI. Mas, se é assim, não temam, encontraremos outra coisa. Espero, então, sugestões.

Tradução: Ilka Franco Ferrari

domingo, 24 de março de 2013

De la religión, las mujeres y el psicoanálisis por Marie-Hélène Brousse

Una vez, dos veces, tres veces: se constituye una serie. Entonces es serio, puesto que insiste. Imposible no extraer una enseñanza. Sabemos que en las sociedades occidentales, los científicos la toman de manera continua con el psicoanálisis, haciendo de los saberes científicos un uso político al servicio del discurso capitalista: el psicoanálisis es su enemigo puesto que cuenta con la división del sujeto y el síntoma cuando ellos se empeñan en forcluir al primero y silenciar al segundo: descrédito, calumnia, llamadas a la prohibición…
Está claro que la otra cara del discurso del amo, el discurso religioso, convertido en integrista para responder a la presión de lo real producido por la ciencia que ya no puede impedirlo, no se queda inactivo. Cuando logra tomar el poder político, cosa que siempre busca, instala estructuras caracterizadas por la dictadura del sentido patriarcal. Es el caso hoy en los países donde la religión musulmana es dominante. Que las mujeres colaboren en ello no cambia nada del asunto. Cuando era una joven militante, mis compañeros políticos trataban de adaptar las categorías de los trabajos de Marx a la modernidad. Ya no estaban cómodos sólo con las referencias dadas por la noción clásica de clase social definida sólo por el criterio de la producción. Apuntaban, pues, a la noción de minoría: los emigrantes, los homosexuales, y… las mujeres. Eso ya me parecía paradójico entonces porque tanto biológica como socialmente las mujeres constituían cuantitativamente una mayoría. Pero, al no responder nunca como un todo, de hecho ellas no constituían ni una mayoría ni una minoría. Con la orientación lacaniana, las cosas se ordenan. Las mujeres no hacen un todo, ni minoritario ni mayoritario, salvo precisamente por el sentido religioso.
Desde el momento en que forman un todo, ellas se sitúan como hombres. En el discurso religioso hay un "todas las mujeres", en el discurso del amo consecuentemente también. El principio o el fundamento de este todo es la familia. Las mujeres lo hacen todo a partir de los lugares asignados únicamente en la estructura familiar patriarcal. Desde el momento en que una mujer funciona, en todo o en parte, fuera del orden familiar, desde el momento que ella es Uno-solo, su estatus social, sus ocupaciones, sus modalidades de existencia, su supervivencia misma, se vuelven frágiles. Ella debe ser siempre situable como "hija de", "mujer de", "madre de". De hecho, a menudo ella lo desea, además… pero no solamente. No hay salvación fuera del sentido patriarcal. Todo lo que de ella no está tomado en el orden del parentesco, entra en el dominio de la inconsistencia y de la incompletud. Entonces, fácilmente se le dice, para situarla de nuevo –puta, loca, delirante, rebelde, conspiradora, santa, icono… Se la pone en posición de objeto, idealizado o desecho, ya no de sujeto, puesto que no está toda sometida al sentido impuesto.
El psicoanálisis devela la lógica de ese sentido familiar, desde Freud, para quien Dios es creado a partir del padre, y de los amos que se suceden en ese lugar. Pone en evidencia cómo los modos de gozar humanos no están saturados, nunca, en ningún lugar del mundo, por ese lugar, sea cual sea el deseo que se tenga.
Lacan va más lejos en su última enseñanza y destruye la hegemonía, no solamente del sentido sexual, fundamento del sentido religioso, con la fórmula "No hay relación sexual", sino también del sentido familiar. "Hay de lo Uno" solo, axioma de la modernidad post patriarcal. En el Seminario XXI otra fórmula viene a completar las dos precedentes: "El ser sexuado no se autoriza más que por sí mismo… y por algunos otros". Como el psicoanalista. De ahí la similitud entre la posición de mujer y del psicoanalista en el discurso del amo actual, sea de acento religioso o cientificista, o incluso los dos a la vez.
Estas tres mujeres, por las que Jacques-Alain Miller ha removido, y removerá cielo y tierra, no se autorizan más que por sí mismas y del psicoanálisis. Esos algunos otros que somos, psicoanalistas, pretenden hacerlo saber. Se puede ser una sola, sin estar aislada, y compartir con algunos otros un deseo y su causa.
La causa del deseo contemporáneo por el psicoanálisis es que hoy el inconsciente ya no es solamente el inconsciente del Padre (desde los Dioses al pequeño Padre de los pueblos que fue gran dictador) y de las familias, suponiendo que alguna vez lo fuera. De hecho yo me inclino más bien por esta hipótesis.
 Publicado en Lacan cotidiano 299.
Disponible On-line: http://www.blogelp.com/index.php
 http://www.nel-mexico.org/articulos/seccion/radar/edicion/104/696/De-la-religion-las-mujeres-y-el-psicoanalisis

SPRING BREAKERS. Irene Domínguez

SPRING BREAKERS. Irene Domínguez (Barcelona)


Siempre, desde niña, aborrecí el rosa. Por mí podrían haberlo hecho desaparecer. No fui tampoco de pintalabios sabor a fresa y ponerme los tacones de mi madre, será por eso que la película Spring Breakers me causó una sensación extraña…; tuve que pensarla un poco después de salir del cine y concluí que era angustia. Una angustia chicle bang-bang. Y dos días después quizás escriba esto para sacarme esa sensación que se me quedó pegada al cuerpo, como un chicle apestoso. La película está más allá de cualquier drama. Ninguna trama discursiva la atraviesa. Las palabras evocadas por sus cuatro protagonistas –cuatro niñas de quince años en bikini- resuenan en una huequedad espeluznante. Quizás fue eso el punto de mayor angustia, de mayor perplejidad: los cuerpos al fin liberados de las palabras.
Spring Breakers es una película post-apocalíptica. El fin del mundo está consumado, ya no hay que temerlo. Su estilo es impactante: la estética de un mundo regida por el dinero y el color rosa chillón. Que no hay pasta para las vacaciones de semana santa… ¡no hay problema! Cogemos las recortables del garaje de papá, asaltamos una cafetería y nos vamos a la playa. Así lo hacen. La excursioncita a Miami para encontrarse a ellas mismas y poder escapar de la depresión ambiental que las rodea, consiste en unirse a una manada de gente bailando, bebiendo hasta el coma y fumando lo que sea. Alcohol que penetra por mangueras en bocas que han dejado de tener la función de hablar. Ya sólo chupan. Nada, absolutamente nada, las impresiona. Ni siquiera el mar. Ni pasar la noche en comisaría, ni toparse con un tarado que colecciona gorras americanas, armas de todo tipo y billetes de dólares. De este modo se produce un encuentro entre almas gemelas. Las niñas deciden proseguir sus vacaciones junto a su nuevo amigo: cantando canciones de Britney Spears, bailando con bikinis y pasamontañas rosas y bien provistas de la última tecnología en armas para perpetrar el crimen, como quien se apunta a unas colonias estivales. Y eso es todo. No sólo no se asustan y salen corriendo, sino que se convierten en sus más fieles y valientes amazonas. Ante mi asombro, pensé –claro, están muertas.
La película me evocó el retrato de “los musulmanes” en los campos de concentración que hace Giorgio Agamben. Muertos en vida, nada puede ya afectarlos. La puesta en escena del triunfo zombi de la civilización humana. La juventud, la adolescencia, el encuentro con el sexo,… todo eso está superado, sobrepasado, no produce angustia, ni conflicto, ni interrogantes: nada. La barbarie humana, una vez liberada del yugo del lenguaje, nos aboca a un goce homogenizado, un goce máquina, para todos el mismo: sin miedo a la muerte, sin tener que vérselas con las imposibilidades que impone la propia lengua, la felicidad alcanzada toma la forma de una fiesta sin fin… por eso todo da igual. La pulsión de muerte sustituye cualquier discurso, cualquier necesidad de enfrentarse al otro, cualquier contratiempo.
Leía una entrevista a su director. Explicaba que el rodaje fue una agonía porque, como dos de sus protagonistas son chicas de Disney, la locura y el furor que causaban con su presencia -el que refleja fielmente la película- los metía en ese frenesí insoportable. Así que la realidad superaba la ficción. ¡Entonces era documental! Y es que la película hay que tomarla en sí misma, no es una metáfora de la sociedad, no es una evocación de un futuro posible,… es real. Tan real, diría, que la dificultad está en creérsela. Pensé en el vaticinio que Lacan hizo en los ‘70 cuando dijo que el mundo iba a convertirse en un gran campo de concentración, y quizás hasta ahora, no había encontrado una expresión estética tan acorde con su lógica misma. Porque la película no constituye una mirada horrorizada, ni una crítica al sistema,… simplemente lo muestra desde sus propias entrañas. Ojalá sea un recurso estético de los yanquis al servicio de denunciar esa metamorfosis del ser en la que eclosiona el más refinado logro del capitalismo: arrasar con nuestra condición de sujetos hablantes, de cuerpos afectados por el lenguaje.
 http://www.blogelp.com/index.php/spring-breakers-irene-dominguez-barcelona
Permalink

domingo, 17 de março de 2013

Lacan, por Gilles Lapouge

Em seus últimos dias de vida, Jacques Lacan era um homem triste, frágil e cansado. Era um velho. Mas a morte jogou-o novamente no primeiro plano, obrigando a uma reapreciação do uso que fez da linguística para a decifração de Freud. Gilles Lapouge refaz a trajetória desse intelectual e recorda a curta, porém marcante, convivência que teve com LACAN.
Ele não realizava mais seminários. Depois de tanto barulho, tudo em torno dele era silêncio. Não era mais visto nas ruas de Sant Germain des Près. Ou, quando se aventurava fora de casa, nestes últimos meses, não mais era aque­le personagem suntuoso, o "magnífico", envolvido em peles, mas sim um homem triste, frágil, cansado, que caminhava lentamente arrastando os pés. Um velho.
Em torno dele os rumores ferviam: discípulos, inimigos e aduladores davam as notícias mais desencontradas sobre Lacan, como um telégrafo que assinalas­se a posição de um navio perdido no Ártico ou, ao contrário, anunciasse que esse navio descobrira novas terras: "Ele está empenhado em um último combate, o mais perigoso de sua vida, está procu­rando formalizar a teoria psicanalítica através da matemática, e precisa de solidão", diziam uns — a que respon­diam outros: "Ele está liquidado, não pode mais nem falar. Ficou louco, vai ser internado." E comentavam: "Belo símbolo, o mais célebre dos psicanalistas acabando sua vida em um hospício...". Ou ainda: "O clown, o bufão, o histrião chegou ao fim. Representou todos os seus números, fez-nos rir durante muito tempo, apaixonou-nos — mas era tudo vento. Seus bolsos agora estão vazios, não há mais pó, dentro deles, para que ele o atire nos nossos olhos. Hoje ele é apenas um acrobata que não consegue mais fazer seu número".
Eis que de repente o gênio, ou o liquidado, ou o acrobata, morre. E todo mundo se espanta. Sua morte surpreen­de. E, no entanto, Lacan era um homem muito velho, nascido em 1901, partícipe dos mais ativos do grupo surrealista, com Breton e Aragon, desde 1918. Mas a celebridade só chegou muito tarde, mais precisamente em 1966, quando ele já estava com 65 anos e decidiu-se a publicar seu primeiro livro, composto pelas aulas que dava em seu seminário, o Écrits, editado pelas Editions du Seuil. (Vale um parêntese: este homem que seus inimigos denunciavam como vaido­so, esperou chegar aos 65 anos para se colocar finalmente sob os refletores da publicidade).
É verdade que, antes de 1966, não é que Lacan fosse um ninguém: ele era conhecido, reverenciado e adulado, em­bora apenas por um restrito círculo de psicanalistas e filósofos. Os outros, o grande público culto sabia que existia e oficiava em Paris, há 30 anos, um perso­nagem enigmático, fascinante, uma es­pécie de xamã — Jacques Lacan — que distribuía o seu saber, um pouco à maneira de Sócrates, apenas por meio da palavra: um saber devastador, cortante, temível, graças ao qual a psicanálise, edulcorada pelas modificações da escola anglo-saxônica, pôde finalmente se transformar naquilo que Freud queria que ela fosse, "uma peste".
Foi durante esse longo período de segredos, sussurros e inconfidências que se forjou a lenda de Lacan, lenda que, a seguir, a partir de 1966, quando virou moda, transformou-se num verdadeiro câncer. Diga-se, aliás, que o próprio Lacan nada fez, jamais, para impedir sua proliferação. Estranhamente, desse homem, que se tornara uma vedette mundial há 15 anos, a rigor nada se sabia. Enquanto se conhecia tudo sobre Freud, sua família, sua infância, no que dizia respeito a Lacan estava-se na mais completa escuridão. Sabia-se apenas que ele nascera em Paris, de família rica, em 1901. Nos anos 20, jovem psiquiatra brilhante, interessava-se tanto pela poe­sia como pelas doenças mentais, convi­vendo ora com os loucos ora com os escritores surrealistas. Loucos ou, de preferência, loucas, já que Lacan tinha uma acentuada predileção pelo discurso delirante das mulheres, fossem elas místicas ou assassinas.

Sua tese inspira Salvador Dali e Genet
Sua tese em medicina, publicada em 1932, era sobre o "caso Aimée" — história das irmãs Papin, que inspirou Genet a escrever As Criadas (Les Bonnes). Uma tese sobre a "paranóia críti­ca" — e foi Lacan quem forneceu a Salvador Dali sua teoria da paranóia crítica.
Mas, com o correr dos anos, ele se afastou dos surrealistas e mergulhou no trabalho. Em 1936, em Rône, fez um discurso que se tornou célebre nos círcu­los especializados sobre o Stade du Miroir — o "estágio do espelho" —, no qual já se reconhecem todos os funda­mentos do imenso edifício que erguerá mais tarde.
Ao mesmo tempo, trabalha muito, seja na prática clínica, seja através de encontros (Lacan conhece bem Georges Bataille, escritor maldito por excelência, reconhecido hoje, com quase meio sécu­lo de atraso, como o espírito mais vio­lento da literatura francesa de antes da guerra), seja, enfim, por seguir certos ensinamentos. A partir de 1936, e até 1939, ele assiste aos seminários dados em Paris por um homem igualmente desconhecido do grande público — e, ainda assim, segundo Heidegger, um dos mais poderosos filósofos do seu tempo, Alexandre Kojève.
Kojève, que morreu em maio de 1968, é, sozinho, já toda uma aventura. De origem russa, mas muito atraído pela filosofia alemã, chega a Berlim por volta de 1930. Lá, frequenta os cursos de alguns mestres como Husserl, mas cansa-se rapidamente e ei-lo, então, apátrida, em Paris, em 1936. Propõe a realiza­ção de um curso sobre Hegel, à época totalmente desconhecido em França. Dará esse curso durante três anos. E seus alunos serão Raymond Aron, Raymond Queneau, Georges Bataille, Maurice Merleau — Ponty, Alexandre Koyré — às vezes até André Breton — e Jacques Lacan. Depois da guerra Kojève aban­donará a filosofia, tornando-se um dos melhores peritos franceses em economia e finanças, a eminência parda de todos os que tomam decisões em matéria fi­nanceira, inclusive os administradores de de Gaulle.
Mas voltemos a Lacan. Depois da guerra ele prossegue em seu trabalho, prático e teórico ao mesmo tempo. Rea­liza um seminário por semana, em Sainte Anne, um hospital psiquiátrico pari­siense, assistido por médicos, psiquia­tras, psicanalistas. Só que, com o tempo, sua personalidade torna-se pesada de­mais para as sapientérrimas instituições psicanalíticas francesas, e em 1964 dá-se a ruptura: Lacan deixa a instituição e funda sua própria escola, a Escola Freu­diana de Paris.

Seus seminários são assistidos por uma multidão
A partir de 1966, inaugura-se um novo período. Primeiro com a publica­ção dos Écrits, fazendo com que Lacan seja louvado não só na França como nos meios cultos do mundo inteiro. Segun­do, seu seminário muda de sede: do hospital de Sainte Anne vai para a Escola Normal Superior — o templo da cultura francesa — local de formação dos mais brilhantes intelectuais pari­sienses.
Os seminários de Lacan tornam-se, a partir daí, um acontecimento ao mes­mo tempo intelectual e mundano. São frequentados por uma multidão: jovens filósofos, psicanalistas — e senhoras do tipo chic, as dames cultivées.
Para conseguir lugar sentado é pre­ciso chegar uma ou duas horas antes. Na assistência reconhecem-se com frequên­cia nomes como Michel Foucault, Philippe Solers, escritores de vanguarda.
O mestre chega: entra caminhando devagar, instala-se cuidadosamente à sua mesa. Olha a sala vagamente, respi­ra, suspira — como um atleta se concen­trando — e começa a falar. Em uma voz inicialmente quase inaudível, aos arran­cos, aos sussurros, faz paradas súbitas, hesita, gagueja. Com frases subitamente invertidas, leves, aéreas, uma rápida incursão pela filosofia de Hegel mais um jogo de palavras, uma grosseria inomi­nável e um silêncio interminável — ele dá a impressão de que não conseguirá continuar nunca mais, calou-se para sempre, a platéia aguarda fascinada, corações batendo, respiração presa — e ele recomeça a falar, com doçura, fluência, o discurso sobe, sobe alto, e plana finalmente.
Nem há dúvida que tudo isso era composto, montado, como no teatro. Tudo improvisado, mas nada ao acaso. Tudo artifício — mas qual o orador que não é um homem de artifícios?
E somos forçados a reconhecer que Lacan foi o mais extraordinário mágico da palavra que já nos foi dado escutar.
Ao mesmo tempo, ele continuava a dirigir a Escola Freudiana de Paris, reu­nindo, agora, tudo o que havia de mais brilhante entre os psicanalistas france­ses. Mas — e como em toda instituição psicanalítica — os dramas são constan­tes. Há expulsões, tempestades, brigas, e Lacan provoca, desafia, detestando e desprezando tanto os que o adulam da mais beatífica das maneiras como os que não se lhe submetem.
Aos poucos, em pequenos grupos, os psicanalistas vão saindo da Escola Freudiana, e outros os substituem — mas Lacan vai ficando amargo. Tem o sentimento, cada vez maior, de que sua palavra não é ouvida, que os seus ensinamentos terminam em malogro, e num belo dia de 1980, aos 79 anos de idade, estoura a novidade, chocante: Lacan resolveu dissolver a Escola Freudiana de Paris, o edifício mais importante de sua vida.
Pânico. Agitação. Insultos e denún­cias. Há quem o ataque, há 
quem cerre fileiras em torno do mestre. Ele fundará outra instituição, sem dúvida — mas a partir desse mo­mento começa como que a apagar-se, deixa de ser visto, fala pouco, não reina mais, no interior da psicanálise, a não ser como uma ausência devorante, um vazio em torno do qual o ar turbilhona alucinadamente.
Depois, a morte.
Esta é a carreira visível de um homem que faz parte da lenda parisiense desde 1968. Uma lenda, diríamos, histé­rica. Em que ele é vítima dos piores rumores. Lacan teria dado de presente um chicote de ouro à atriz Jeanne Moureau. Teria insultado o embaixador francês em Roma. Teria... teria... Só que nenhum dos rumores se confirma.
A única coisa certa que ele tem, realmente, caprichos de grande coquette, de "diva". Gosta, realmente, do perfume de escândalo, de provocação, que o acompanha sempre. É certo tam­bém que ele exige que os seus pacientes, seus analisandos, lhe paguem regiamen­te, preços exorbitantes, por sessões que, dizem, são cada vez mais curtas — às vezes de apenas alguns minutos — em que, com frequência, ele não diz uma só palavra.
Circulam em Paris histórias sobre seu mau caráter, sua fatuidade, vaidade, orgulho, estranhas maneiras. Eu o co­nheci: e nele vi, apenas, sempre um homem muito simples, um homem que lutava, com uma coragem assombrosa, contra o enigma da psicanálise, um trabalhador encarniçado.
Conheci-o em 1966, quando publi­cou seus Écrits. Pedira-lhe uma entrevis­ta para uma publicação semanal, Le Figaro Littéraire. Inicialmente ele me submeteu, por telefone, a uma espécie de pequeno exame, para ver se eu tinha algumas noções, ainda que vagas, sobre psicanálise. Ao que parece passei no exame, e ele me marcou encontro para uma das noites seguintes, às dez horas — estranha hora.
Chego, e encontro um personagem muito amável, muito cortês. Oferece-me charutos e whisky, e pede-me que lhe faça minhas perguntas. Ouve atenta­mente, a cabeça inclinada. Suspira pro­fundamente, e começa a responder. Uti­lizando a linguagem mais simples, mais clara do mundo, nada tendo em comum com a prosa preciosa, à Ia Mallarmé, erudita, dos Écrits.
Fala durante muito tempo. Já são quatro horas da manhã quando ele me acompanha até a porta do seu prédio. Revi-o oito dias mais tarde, para alguns esclarecimentos. De noite, novamente, e por volta da meia-noite ele me propôs que fôssemos a um restaurante, para jantar.
Encontrei-o mais duas vezes, e ja­mais sua gentileza, seu respeito pelo outro foram desmentidos. Mas ele tinha realmente manias, destinadas sem dúvi­da a alimentar a lenda. Uma manhã, por exemplo, às seis horas, meu telefone tocou. E era o doutor Lacan, me contan­do uma história sem grande interesse, e absolutamente não urgente.
Quanto às suas teorias, seria uma impertinência tentar resumi-las.
A teoria lacaniana foi elaborada ao longo de 30 ou 40 anos de prática clínica e de reflexão teórica sobre essa prática, complicada ao máximo, sofisti­cada ao último grau, fazendo referência a toda a cultura do mundo, desde a História e a mitologia, a poesia e a pintura, até Hegel, Kant ou Sade e às formas mais áridas da matemática mo­derna, sem esquecer a etnologia, a lin­guística, e todos os recursos daquilo a que chamamos retórica.
Assim, vamos nos limitar a indicar, de um lado, o que essa teoria não é, e, de outro, qual o eixo, a espinha dorsal dessa teoria. Primeiro poderíamos ser levados a acreditar que um homem tão cheio de som e fúria, provocador, icono­clasta, tivesse virado as costas ao "pai" fundador, a Freud. Pois nada disso: Lacan nunca mudou. O que ele preten­deu foi um "retorno a Freud". Empenhou-se em sua leitura, com cuidados ciumentos, meticulosos, sem em mo­mento algum traí-lo — ou, pelo menos, sem ter o sentimento de traí-lo.
Poderíamos compará-lo, se quisés­semos, a Lutero, o fundador do protestantismo, que quis efetuar um "retorno aos Evangelhos", libertando-os da ferru­gem que lhes fora acrescentada pela Igreja de Roma. Assim fazendo, Lacan visava especialmente dois desvios do discurso freudiano: de uma parte, o desvio pela hermenêutica religiosa, efe­tuado por Jung e seus discípulos, e, de outra, o esmaecimento sofrido pela psi­canálise, ao atravessar o Atlântico, reduzindo-se de ano em ano, cada vez mais a uma simples psicoterapia, e ao esforço de meramente "normalizar" os doentes, tornando-os aptos a ocupar seu lugar na sociedade, a funcionar, a produzir.
Lacan estava tão longe dessas práti­cas que sequer ousava dizer que o tratamento psicanalítico destinava-se a curar. O tratamento, para ele, destinava-se muito mais a fazer com que o paciente "reentrasse em sua própria casa", ou seja, restabelecesse as comunicações cor­tadas entre o consciente e o inconscien­te, sem nem por isso ser obrigado a descobrir, forçosamente, a "serenidade" ou a "felicidade", palavras que não faziam parte do seu vocabulário.
A palavra-chave para ele era "ver­dade", ainda que essa verdade fosse devastadora, cáustica, impiedosa.
Segundo erro a não cometer: fazer de Lacan um filósofo. Em 1966 e nos anos seguintes, no auge da glória, ele tornou-se um mago, um mestre-pensador — e houve quem quisesse içá-lo às alturas dos antigos mestres, particularmente ao lugar de Sartre, exigindo-lhe portanto uma filosofia, uma metafísica. Tentação de que ele se defendeu com horror. Clínico e teórico, sim. Filósofo nunca.
Ele é um homem de ciência, dessa ciência que é, segundo ele, a psicanálise de Freud — e é precisamente o estatuto científico dessa psicanálise que ele quer estabelecer em sua obra. Não há dú­vida que o seu discurso é sobrecar­regado de filosofia, e que inspira os filósofos — mas este é um efeito secundário, indireto, pelo qual Lacan se recusa definitivamente a se interessar.
Portanto, a idéia é conferir à psicanálise o estatuto de ciência. E é aqui que intervém o uso da linguística — que também passou a ser ciência, desde os trabalhos de Saussure — uma ciência-serva, se assim quisermos, fiadora e tela de fundo da ciência psicanalítica. E como é que a linguística entra nisso?
Lacan volta a Freud, mas lê-o com óculos que não existiam no seu tempo, os óculos da linguística, fundada por Saussure precisamente com base em Freud. Para Lacan, Freud não descobriu o inconsciente: os homens já o haviam reconhecido há centenas de anos. Basta pensar nas pítias, na mitologia, em Hamlet, Leonardo da Vinci, Sófocles. Os homens sabiam que por baixo do pensamento coerente, "acordado", es­tendem-se imensos arquipélagos sub­mersos, censurados, que formam o in­consciente. Donde, Freud não descobriu o inconsciente: aprendeu somente a escutá-lo, a decifrá-lo.
Lacan costumava fazer uma bela comparação: antes que Champollion, no começo do século XIX, decifrasse os hieróglifos egípcios, os hieróglifos já estavam lá há muito tempo. E falavam — só que ninguém entendia o que eles diziam. Champollion encontrou a cha­ve, e, de súbito, toda a antiguidade egípcia nos foi devolvida.
Freud fez o mesmo, e a comparação vai ain­da mais longe, já que o seu golpe de gênio segue exatamente o mesmo método do golpe de gênio de Champollion. Antiga­mente, quando se captu­rava uma palavra do in­consciente, uma ima­gem de um sonho, por exemplo, procurava-se compreender o sentido daquela palavra, da­quela imagem. Da mesma forma, antes de Champollion, procurava-se compreender o sentido isolado de cada desenho de uma tábula egípcia— um íbis, por exemplo, ou uma balança — e não se chegava a parte alguma.  Champollion teve a ideia de interpretar a série dos símbolos, sua sequência, seu inter-relacionamento, sua ordem, por ter compreendi­do que um símbolo nada quer dizer se retirado da cadeia significante. Para traduzir uma língua desconhecida ele usou não um di­cionário, mas uma gramática e uma sintaxe. Freud fez o mesmo: e trabalhou sobre todo o sonho, ou todo o discurso do incons­ciente, observando como ca­da uma das suas diferen­tes secções, suas imagens sucessivas, se organizam umas em relação às outras, se entrecruzam. Em suma: ele examina não mais o discurso palavra por palavra, mas em sua estrutura completa. E tra­duz esse discurso como se traduz um texto do grego ou do latim, reencon­trando sua sintaxe e sua gramática.
Assim fazendo, Freud descobriu que esse discurso do inconsciente, longe de ser desorganizado, incoerente, anár­quico, obedecia a leis rigorosas, estáveis, permanentes — leis precisamente iguais às da linguagem consciente, só que "disfarçadas" pela censura. O que nos leva a pensar na censura no domínio político.
Um regime tirânico decreta a censura. Que se passa então?
Todo o discurso do país é cortado, proibido. Ainda assim, não se interromperá, não parará. O país continua a falar, mas clandestinamente, como o inconsciente, apesar da tirania do cons­ciente, que continua a falar "sob" o discurso oficial (o discurso consciente, no caso do indivíduo, o discurso do senhor, no caso da ditadura). E fala de modo que o tirano não o entenda, disfarçando-o.
Um jornalista, por exemplo, em lugar de denunciar claramente esta ou aquela prática, vai fazê-lo por meio de um símbolo complexo. O mesmo para o indivíduo: um desejo sexual me ator­menta, por exemplo, mas minha forma­ção, minha educação, impedem-me de falar nele, e até de reconhecê-lo. Assim, o desejo não desaparece, mas vai expres­sar-se em linguagem camuflada, clan­destina, incompreensível.
A psicanálise é portanto a arte de descobrir as leis que esse desejo utiliza para se manifestar sem se trair — leis que são as mesmas que as da nossa linguagem quando acordados, com sua gramática e sua sintaxe, mas torcidas, disfarçadas.
Lacan dá muitos exemplos desse decifrar-se, mostrando, por exemplo, que formações bem conhecidas do so­nho, a que chamamos "condensação", seguem exatamente as mesmas regras das formas de retórica, a metonímia, a metáfora, etc. Assim, pela primeira vez, com Freud, os hieróglifos do inconscien­te podem ser lidos. Pela primeira vez, o formidável Egito antigo que cada um de nós guarda no inconsciente torna-se per­ceptível, pode ser ouvido, e conseguimos pôr-nos em comunicação com esse terri­tório submerso.
A tudo isso faz-se uma objeção: isto é Lacan. Não pode ser Freud, já que as leis da linguística que Lacan aplica para decifrar o inconsciente eram ignoradas na época de Freud. "Prova — retruca Lacan — da genialidade de Freud. A linguística ainda nem existia e ele já forjara um instrumento de decodificação que só podia funcionar com a lin­guística! Profético, Freud estava muito à frente de todos os outros — mas foi preciso a linguística para que pudésse­mos apreciar e utilizar plenamente a revolução copérnica que ele realizou." E Lacan costumava acrescentar ainda que todos os textos de Freud, se lidos com atenção, mostrariam um combate áspe­ro, violento, com a linguagem.
O que é rigorosamente verdade. Basta citar, por exemplo, a importância dada por Freud ao calembur (refúgio privilegiado do discurso do inconscien­te), ao trocadilho, ao lapso, ao ato falho, etc. E, enfim, o que é realmente a cura psicanalítica de Freud? Uma cura da linguagem pela linguagem. O paciente fala. O psicanalista escuta, decifra esta ou aquela palavra. Decifra o discurso. Do começo ao fim, a psicanálise é ques­tão de linguagem.
Claro que esse nosso resumo é indigente. Reduz e empobrece terrivel­mente o texto de Lacan — mas não nos é possível ir além disso. Teríamos de in­troduzir aqui muitas outras noções: o estágio do espelho, as três instâncias do real, do simbólico e do imaginário, o objeto pequeno, o outro. Mas tudo isso é de um tal refinamento, de uma com­plexidade tão vertiginosa, que não é possível incluí-lo em um artigo de jor­nal. Falta só afirmar que tudo se deriva dessa constatação original: "O inconsciente é estruturado como uma lin­guagem".
A psicanálise permite traduzir o discurso do inconsciente, para rearticular o indivíduo sobre essa radical dele mesmo que é inconsciente, a fim de reintegrar sua própria verdade.
Esta palavra — "verdade" — retor­na de maneira obsessiva, em Lacan. O que até surpreende. Como se houvesse uma verdade, como se, admitindo que a verdade existe, o espírito do homem pudesse capturá-la, subjugá-la. Mas a força de Lacan consiste exatamente em fazer, de uma impossibilidade, um for­midável trampolim teórico para ir mais longe. Assim com a noção de "verdade", com a qual ele se exibe "como um pavão", segundo os seus inimigos, ou "como um homem em busca do Santo Graal", segundo os admiradores.

0 homem é um ser fabricado pela linguagem
Há três anos, aproximadamente, a televisão francesa, não sem coragem, emprestou suas câmeras a Lacan. E vimo-lo, então, na pequena tela. Suas primeiras palavras foram: "Eu digo sem­pre a verdade". Os espectadores prende­ram a respiração. Quem era, afinal, aquele pretensioso, aquele homem que avançava, tocha flamante na mão, usan­do a linguagem de um profeta, ou de um deus?
"Eu sou a verdade." E, depois de um silêncio, "mas não toda a verdade, porque não é possível dizê-la toda. Faltam-nos as palavras. E é exatamente por causa dessa impossibilidade que a verda­de se torna verdadeira".
Perfeito: em três frases cintilantes, ele disse tudo: que o homem é um ser da linguagem, um ser fabricado pela lin­guagem e fabricante de linguagem, mas que a linguagem é impotente para reve­lar a totalidade do mundo, e que é desta falha, deste abismo que separa as pala­vras e as coisas, que o real emerge. A isso acrescentaremos que essa tentativa sacode os fundamentos de toda a filoso­fia, portanto do ser, do Ocidente.

Formalizar o inconsciente segundo a matemática
Freud, repetido ou explicado por Lacan, opera um putsch filosófico, um golpe de Estado. "Descentraliza" o "eu" cartesiano. Abole a fórmula real, funda­dora do Ocidente, o "Penso, logo exis­to", de Descartes. Com Descartes o homem só é pensando, e pensa a partir do centro de si mesmo. Com Lacan e Freud tudo isso é dilapidado, tudo é jogado para o alto. Não podemos mais dizer hoje em dia "Penso, logo existo", mas, mais dramaticamente — e aqui deixamos o texto em francês —, "Je pense où je ne suis pas, je suis où je ne pense pas", frase em que a palavra , com seu acento grave, passa a significar advérbio de lugar — onde — e não a alternativa ou, do famoso "Ser ou não ser". O que traduz, em outros termos, a ruptura, o corte, a separação que corta cada um de nós entre essas duas instân­cias, radicalmente estrangeiras uma a outra, mas influenciando-se mutuamen­te, que são o "consciente" e o "incons­ciente".
E percebemos assim as convergên­cias, os encontros passíveis de serem anotados entre o pensamento de Freud, Lacan e o de outros mestres das ciên­cias humanas, Lévi-Strauss ou Michel Foucault, que também anunciam o fim do homem, a morte do homem — pelo menos no mundo ocidental —, do "eu" cartesiano.
Mas não prolonguemos demasiada­mente as considerações filosóficas que o próprio Lacan negligencia, ainda que elas alimentem há dez anos as mais vivas reflexões francesas. Voltemos, antes, a essa existência em parte clownesca e infatuada, de outra. E é a única que nos interessa reter, genial, patética e heróica. Pois que, se a genialidade de Lacan é desde já irreversível, se ele já pertence à história da cultura, ainda que só por causa das rupturas, das descobertas que o seu discurso obscuro e soberbo causou nas gerações de homens de 20 a 40 anos, foi ao preço de um trabalho desespera­do, de um combate mortal que Lacan o fez.
Já quase no fim da vida, esse incorrigível viajante quis ir ainda mais longe em sua formalização. O modelo linguís­tico não mais lhe parecia suficientemen­te sutil ou rigoroso para dar conta dos meandros do discurso do inconsciente, e ele passou a formalizar o inconsciente segundo o modelo matemático. Lacan já estava velho, e sobretudo cansado. Seus seminários eram dados cada vez com mais dificuldade. Continuavam sendo seguidos por um núcleo de fiéis, mas nada que se comparasse às multidões extasiadas dos anos 70.
Não assisti a nenhum deles, mas ouvi repercussões. Agora, Lacan subia ao estrado, desenhava em um quadro-negro gráficos, fórmulas matemáticas de uma aridez cada vez mais austera. Já não falava quase, ficava por muito tem­po parado diante dos seus gráficos como que paralisado ou fulminado, tentando avançar, compreender as suas próprias fórmulas, e às vezes — nem sempre — o discurso renascia, soberbo como antes — e depois ele tornava a se calar.
Às vezes, segundo me disseram, durante toda uma longa sessão sequer uma pala­vra era dita.
Além disso, ele levava sempre nos bolsos cordões de cores diferentes, com os quais montava modelos matemáticos que deveriam reproduzir a topologia do discurso do inconsciente. Mas também com os cordões ele se embaraçava — e uma vez, até, segundo me contou um dos seus mais fiéis adeptos, em um dos últimos seminários que realizou, até com os gráficos ele se atrapalhou, não sabia mais o que pretendia, e lá ficou, mudo, vencido, desfeito. A reação dos seus alunos, espontânea, comovida, foi assegurar-lhe: "Nós o amamos, o ama­mos muito".
Lacan: talvez, realmente, um ho­mem cheio de traços contestáveis. De um orgulho provavelmente exagerado, como sua violência e seu gosto pelas disputas — mas o gênio é sempre exi­gente, o gênio é um devorador. E, de qualquer modo, o que desejaríamos guardar disso tudo, no momento em que a sua imensa voz, às vezes balbuciante, se calou para sempre, é a imagem de um velho frágil, que perdeu toda a soberba, parado diante de um quadro-negro com seus cordões coloridos, como uma crian­ça que esqueceu a resposta. Um velho imperador, não decaído, porque nin­guém foi mais longe do que ele — mas vencido pelo seu próprio gênio, a quem tudo o que os alunos encontraram para dizer, no fim, foi que o amavam.
(artigo publicado no caderno Cultura do jornal O ESTADO DE S. PAULO em 18/10/1981)
 http://www.jorgeforbes.com.br/br/movimento-analitico/lacan.html

sexta-feira, 8 de março de 2013

Política, estrategia y táctica






A través de elp-debates
EL INCONSCIENTE ES  LA POLÍTICA ]



Política, estrategia y táctica (1)
Antoni Vicens 

Nuestra época se caracteriza por la generalización de la política. Aquello a lo que Lacan llamó  el discurso del amo formaliza bien la condición del discurso dominante: el significante, sostenido por un sujeto separado de él, produce una cadena de significantes a la cual se ven reducidos los imposibles otros sujetos, de lo que se desprende un resto. Nuestra cuestión puede ser si estamos viviendo un giro de época, según el cual ese resto ha venido a ocupar el lugar dominante. Jacques-Alain Miller desarrolló este tema en su intervención en Comandatuba. Tiene razón, y la consecuencia del dominio del objeto sobre el significante puede ser la pérdida del sentido de la política. Ello conllevaría una pérdida del sentido del inconsciente; o bien obliga, y en ello estamos, a construir un inconsciente fuera del sentido.
Sea como fuere, vale la pena examinar una vez más las condiciones de la política, tal como resulta creadora de nuestro mundo civil, en sus relaciones con el psicoanálisis. De momento, hemos de convenir con Napoleón que la política hoy es asunto de todos. Tenemos un relato del momento en que Europa descubrió  el sentido universal de la política, escrito por uno de sus más eminentes intelectuales: Goethe. En unas notas de su Diario, Goethe relata su encuentro con Napoleón, ocurrido en 1808 (en los tiempos en que en España se libraba la llamada guerra de la Independencia). Después de comentar el Werther, Napoleón pasó a reprochar a Goethe el fatalismo de sus tragedias: ese fatalismo no correspondía a la época, sino a tiempos más oscuros. “A qué viene ahora hablar del destino? El destino es la política.” Esta frase nos resulta familiar, porque Freud la parafraseó dos veces, en sus escritos “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa” (1912) y en “El sepultamiento del complejo de Edipo” (1924). Que la anatomía sea puesta en el nivel de lo político debería darnos qué pensar. Pero si atendemos al hecho de que el término alemán de Schicksal es el que utiliza Freud para uno de los cuatro componentes de la pulsión, volveremos al tema del inconsciente más o menos cercano a la pulsión.
Así pues, la política es, a partir del retorno a las formas de la república para los grandes Estados, un asunto de todos. Es el asunto mismo. Nada en la existencia humana está fuera de un tratamiento político. Incluso la guerra descubre que su substancia es política. Es lo que se comprende tras la afirmación del mismo Goethe, quien, espectador de la batalla de Valmy, en la que el pueblo armado, el ejército de conscripción, venció  al profesionalizado ejército prusiano. Por eso mismo el gran teórico de la guerra, Klausewitz, pudo afirmar: “La guerra no es un fenómeno independiente, sino la continuación de la política por otros medios.”  Añadamos que, en nuestro tiempo, Michel Foucault pudo revertir la afirmación: la política es la continuación de la guerra por otros medios; con lo que quería significar que el fundamento de todo poder es siempre la posesión de la fuerza.
Debemos distinguir, de la política, arte de lo imposible, las dos dimensiones que se ponen a su servicio: la táctica y la estrategia. Estos dos términos provienen del vocabulario militar, porque, en efecto, es ahí donde se ha elaborado con la mayor claridad, y por necesidades de su desarrollo, la distinción entre estos dos términos. Digamos que la política es el arte de tratar con el Otro en tanto no existe: nada está previsto ni preparado, nada del Otro indica el camino a seguir; no hay ni victoria ni derrota, porque el Otro no es adversario. Donde sí se muestra como tal es en las dos dimensiones en las que se concreta la acción. Para la táctica, la acción consiste en romper los espejismos de la relación especular; en la estrategia, se trata del Otro como simbólico. El Otro en tanto que no existe, el Otro ausente, y por lo tanto abierto a todas las creaciones, es el de la política.
En su escrito “La dirección de la cura”, Lacan no duda en referir las reglas de la práctica psicoanalítica a esta tríada clásica de términos. Tratando de la parte que tiene el psicoanalista en el desarrollo de la cura, dice así: “El analista es menos libre en su estrategia que en su táctica.”  Y añade: “…es aún menos libre en aquello que domina estrategia y táctica: a saber su política, en la cual haría mejor en ubicarse por su falta en ser que por su ser.” (Escritos, pág. 569 trad. modificada). En este desarrollo, Lacan sitúa la interpretación como un movimiento táctico, como una respuesta inmediata a un movimiento del adversario. La estrategia en la cura viene determinada por el terreno y la disposición del adversario: la transferencia como sujeto-supuesto-saber, real en la presencia del analista. Por encima de todo ello, está la política del psicoanálisis, dimensión en la que vienen a coincidir el psicoanálisis como cura, el discurso del psicoanálisis, la Escuela de psicoanálisis, la causa psicoanalítica y, si se quiere, el deseo de Freud. Y si ahora nos preguntamos sobre quién es ese adversario que hemos mencionado varias veces y frente al cual se disponen las tres dimensiones que estamos estudiando, habremos de situarlo en el “no-querer-saber” general que domina la posición del sujeto, en tanto que éste se sitúa en un significante inexistente. El objetivo de la lucha va entonces más allá de la cura psicoanalítica. Si decimos que todos somos analizantes, es para significar que ese adversario lo encontramos siempre: todos somos analizantes de un “no querer saber” fundamental. El propio Lacan afirma luchar también contra ésto, y en este sentido está en el mismo nivel que todo sujeto; el privilegio de su saber, del que intentamos extraer provecho, está en su posición un poco más avanzada.
En “La dirección de la cura”, Lacan da precisiones sobre la manera de orientar, según sus elaboraciones en esa época, de estas tres dimensiones del acto analítico. La interpretación, por su parte, está dominada por la no respuesta a la demanda. La interpretación es desciframiento, es decir apelación a la dimensión del Otro, que sigue el procedimiento de introducir en la sincronía algo que permita, e incluso incite, a la traducción de aquello que ofrece la diacronía a los términos de la repetición. La transferencia se mide aquí en la relación con un analista en tanto objeto particular y parcial de la cura. Es ese analista objetivado quien pone los límites del campo en el que se desarrolla la dirección de la cura; es ahí donde se muestra la importancia de la formación del analista, como primera medida estratégica para garantizar su desarrollo. En cuanto a la política, ésta viene dominada por el ser del analista, definido como “falta en ser del sujeto”; es aquello que constituye “el corazón mismo de la experiencia psicoanalítica (…) por tanto como es el campo mismo donde se despliega la pasión del neurótico”. De hecho, el analista es esa falta en ser, incrustada en la situación analítica. Y en el último capítulo de ese escrito, que contiene elaboraciones posteriores, Lacan traduce ese “ser del analista”, ese ser que falta a un término que utilizamos más frecuentemente que el de “falta en ser”: es el de deseo del analista, que hace aquí su aparición, (pág. 615). A su definición dedicará Lacan una parte importante de sus elaboraciones a partir del objeto a. Digamos aquí de momento que, frente a la pasión de ser del neurótico, en la que, gracias a un objeto, encontraría la conexión entre la pulsión y el fantasma, el psicoanalista hace presente la falta del fantasma. A primera vista, pues, parecería que el deseo del analista es un deseo sin fantasma; pero el propio Lacan advierte que el deseo del analista no es un deseo puro; está causado por un fantasma también, y da los ejemplos de Ferenczi, Abraham y Nunberg, que ejercieron el psicoanálisis sostenidos cada uno de ellos por su fantasma (J. Lacan, Seminario XI, Los cuatro conceptos, lección 12). Pero hemos avanzado en la formación del analista: y entendemos que para ser analista hay que haber tomado una distancia respecto del fantasma. Es lo que fue teorizado en un tiempo como la travesía del fantasma (que algunos traducen como atravesamiento de la pantalla imaginaria). Quizá no estamos ya ahí, y los testimonios de los AE nos presentan, más que un atravesamiento, la fórmula de su política particular. Entendemos entonces que, en un primer tiempo, la fórmula del atravesamiento del fantasma implicaba una cierta unificación de la política del psicoanálisis entre la dirección de la cura, la posición del psicoanalista y el trabajo de Escuela. El término de política aplicado al síntoma (o al sinthome) implica una dispersión, unificada solamente por la soledad. De uno en uno, la experiencia del psicoanálisis lleva a esa conclusión común: cada ser-hablante-escrito está solo con su goce, el único partenaire del que puede dar razón. La política de la Escuela se basa entonces en la imposible coexistencia de esas políticas singulares.
En todos los casos nos remitimos a Freud. Al final de “La dirección de la cura”, Lacan nos remite a Freud en unos términos inolvidables, caracterizando su deseo como “un río de fuego”, para plantear a partir de ahí  la posibilidad de una forma universal del deseo del analista. Ahora nos sigue interesando el deseo de Freud, pero en tanto singular, ligado a una forma de goce que no sabemos condensar en ninguna fórmula. Esa ausencia de formulación guía la política de la Escuela: en su centro hay un agujero de saber, al que cuidamos como nuestra riqueza. 

terça-feira, 5 de março de 2013

El goce y el deseo en el hoy

La autora de la nota, a partir de preguntas, esboza el recorrido del Curso sobre "La sexualidad en el siglo XXI" que dictará en tres clases en marzo en la Librería Homo Sapiens. La reinvención del deseo y la familia.

Por Graciela Giraldi*
La pregunta ¿Qué es la sexualidad para el psicoanálisis? la he trabajado en cursos anteriores con docentes y uno de los efectos de ese trabajo con ellos lo he plasmado en un libro que di en llamar "La educación sexual escolar y los síntomas actuales".
Recuerdo que para abordar la cuestión de la sexualidad partíamos simplemente de lo que no es; no es el sexo anatómico, ni tampoco el acto sexual, porque por algo Freud habló de la sexualidad infantil y de su incidencia en relación a la vida erótica de cada adulto.
Más aún, en relación a la educación sexual escolar considero que no es algo nuevo para los maestros porque siempre se ocuparon de ello en su tarea civilizadora, no hay más que escucharlos cuando ellos se interrogan y responden con educación sexual de una manera siempre inédita en relación a tal o cual situación escolar particular.
¿Por qué recorté el tema en nuestro siglo? Porque se juegan nuevos paradigmas en la sexuación, y quiero dar otra vuelta a la cuestión que venía trabajando con los docentes, abriendo la interlocución a otras prácticas sociales como la médica, y otras que abordan las actuales problemáticas subjetivas de niños y jóvenes.
No estoy sola en mi investigación, son cuestiones que venimos trabajando en las escuelas de psicoanálisis de la orientación lacaniana que integran a la Asociación mundial de psicoanálisis. De allí que el argumento del curso lo hice partiendo de cuestiones que se enlazan a los sub﷓temas: "El amor en los tiempos del goce", que fue título de unas Jornadas pasadas de la EOL en la cual se localizaba la devaluación del amor a favor del goce, del derecho al goce de cada quien, pero también del empuje al goce del que testimonian los padecimientos actuales.
La pregunta "¿Ud se quiere casar?" es de la autoría de Roberto Galán, animador televisivo de un espectáculo en el cual él armaba parejas. Yo la apoyo en la revalorización actual del matrimonio del lado de las parejas de homosexuales y travestis que quieren armar una familia para tener niños, y los sueños de control que surgen por todos lados en relación a ¿quién cría a los niños?
Esto muestra que las nuevas conformaciones familiares, como los lazos de pareja, ya no están apoyados en el orden paterno o en la lógica edípica de papá y mamá. Hoy se sabe que es el niño quien arma la familia, como también que el deseo de tener un hijo es contemplado y asistido por la ciencia cuando natura no da. Por lo tanto, los psicoanalistas como los agentes de otras prácticas sociales no podemos permanecer ajenos a las problemáticas subjetivas del nuevo siglo que nos exige responder con ética y caso por caso.
Nos urge preguntarnos acerca de cómo se relacionan hoy los jóvenes, qué se juega en esa práctica del "tomar sin culpa" en los boliches, y en sus síntomas de adicción que se presentan al modo de epidemias: anorexia, bulimia, a las drogas tóxicas, al sexo. En la película británica Shame, el protagonista tiene una adicción al sexo huyéndole al enganche amoroso con una mujer o un hombre, no queriendo saber nada de la falta donde se apoya el deseo, quedando el sujeto subsumido por el empuje al goce desenfrenado y sin límites.
¿Es lo mismo decir sexualidad que sexuación? No, son diferentes conceptos psicoanalíticos. El de sexualidad es originario de Sigmund Freud, quien separó en planos opuestos al instinto sexual animal del apetito o del deseo sexual del humano. Y el término de sexuación fue elaborado por el psicoanalista Jacques Lacan enfatizando la elección que hace cada ser hablante de su sexo, la mayoría de las veces desde muy niño. Se trata de una elección forzada por las contingencias de la vida, donde nos jugamos por ser mujer u hombre más allá del sexo anatómico que nos tocó en suerte, más allá del género social al que pertenezcamos, y sin el acuerdo de nuestros ideales en tanto lo determinante de la elección es el goce del cuerpo.
Lacan situó en dos campos totalmente diferentes al hombre y a las mujeres en relación al goce: el goce masculino y el femenino no se relacionan para nada. Las bodas de la pareja del amante y del amado son en el plano del deseo y del amor, pero no en el goce. Es decir que con respecto a estos dos goces diferentes no hay correspondencia ni complementariedad. Esta cuestión es impecablemente tratada en la obra teatral Como quien oye llover, de Juan Pablo Geretto.
*Psicoanalista. Miembro de la EOL Rosario y de la AMP.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/21-37844-2013-02-28.html